sábado, 5 de mayo de 2018

Francisco Tario Yo de amores qué sabía

Francisco Tario - Yo de amores qué sabía (1988)
cuento exclusivo de Biblioteca Eterna

Y un día, consciente ya de su juventud esplendida, se engalano la Tierra con caminos. ¡Cuán agiles y tan silenciosamente iguales estos jóvenes e inútiles caminos! Apuntalan en el ánimo del hombre la perenne idea de la huida. Ir –no venir–. Tan semejante a las puertas: salir reiteradamente –entrar las indispensables veces.

        Y en una tarde así de tantas, la crepuscular cita secreta con una mujer joven que no es la nuestra. Todos los aromas nos persuaden, nos arrastran todas las olvidadas hojas, las descompuestas aguas de los estanques verdes nos invitan. Y los recuerdos…

        Así fue este imprevisto recuerdo, hoy, durante la espera: ¿Por qué extraña obstinación leía mi padre a Salgari? Singular mundo de mandriles y corsarios debió ser el suyo, sin duda. Y con sus tan desmesurados y agrestes bigotes, retorcidos y robustos como dos guías de hiedra, el trabuco al hombro, cuesta arriba, perjudicando codornices. En la mesa se ataba la servilleta al cello y contemplaba pestañeando la sopa. Debían ser visiones de niño, torturas de un hombre angustiado que a toda costa pugnaba por seguir siendo niño, de un hombre a quien el tiempo le empañaba de llanto los ojos, obligándole a crispar los dedos repetidamente como asiéndose, no sabía bien a que –a la infancia, me supongo-. Y su voz torpe, debilitada, todavía tonante.

        A cierta hora de la tarde  –los jueves– sonaba alegremente la campanilla de la verja y cruzando con elegancia el jardín – ¡tantas olvidadas matas! Aparecía il signore Lorenzo. ¿Importante? ¿Inconveniente? ¿Gentil? Ya estos eran otros bigotes: lacios apretados, melancólicos, significativos, llenos de promesas. El placer estaba  a su servicio. 

Un cigarrillo de oro y el sobo de té, el cruzar por cruzar una pierna, un tibio ademan, su alto bastón de ébano dotando consecutivamente entre sus dedos proporcionabanle sin duda alguna los mas inexplicables transportes; o el asomar, aún, sus azules ojos a la ventana, siempre hacia occidente, con una vibración en los labios cual pretendiendo proferir algo que no debía o esforzándose más bien por guardar silencio. Desde mi clara infancia clasificabalo yo como algo tan especial como un domingo. A través de este camino, hoy, lo descubro compungido, incierto, pasajero como cualquier otro día de la semana.

        Mi madre era alta, blanca, joven y  tan esbelta y tan bella. Excepcionalmente leía: miraba. Este otro mundo era para mí aún inexpugnable. Como si nuestra huerta en ruinas le fuera cruelmente desconocida, mirábala y remirábala, hoja por hoja, mata por mata, hueco por hueco, sombra por sombra. Y ordenaba aquellas flores que por milagro de la lluvia crecían. Y las que por razón del viento o la estación se desprendían y caían.

Claro es que los pájaros no deberían ser los mismos: y caían. Claro es que los pájaros no deberían ser los mismos: y con ellos parecían escapar insistentemente ir encima de la ennegrecida barda. Mirarla por sorpresa a la nuca era como abismarse en una de esas misteriosas nubes que todavía no se forman, pero que se formaran inevitablemente, por supuesto. Tendía el mantel, levemente almidonado, servía él te “muy cargado” al signore Lorenzo o alargaba a mi padre El Estrecho de Torres.

        Pero ¿Cómo era yo, por cierto? “Como un abrojo”, resumía mi padre. Y mi madre atenuaba: “Es simiente, aún no sabemos”. Posiblemente il signore Lorenzo optara por el abrojo, pues sonreía. Dispongo de un antiguo retrato mío y lo más importante n el son las botas. Ello me desalienta. Y me conturba en un grado calzaba. Pues no hallo en mi –niño– algo digno de ser Carlos, pero con un significado distinto o sin significado de especie alguna, dulcemente sin sentido. Mi madre se llamaba Águeda. Mi padre, Sebastián –yo diría que a secas–. Yodo tan particular como en una familia aparte.
        
        Mi madre expresó esa tarde:
        –Mañana jueves, si gustas, te llevaré a la playa. ¡Para que te despidas! Ya sabes que el viernes…                                                   

Es inicuo, tonto y deleznable encerrar a un niño en un colegio por espacio de todo un invierno, ¡Y en viernes! Siendo como solían ser los viernes tan claros, tan cálidos, con su tibieza de madrugada, tan libres viva la ansiedad de la tierra reclamándonos desde sus profundidades, mezcla de abrazo y ausencia, de muerte y de vida en sagrada ignorancia. 

De escuelas conocía yo lo suficiente. Mas el enigma de aquel cuadrado edificio, probablemente con cisternas y cerrojos, lejano, a seis horas de viaje todo a lo largo de la vía, en una ciudad enemiga, decían que junto al muelle, sin conseguir dormir por las noches en virtud del estrepitoso silbar de los barcos…
–Llevaremos la merienda y los arreos de pesca, ¿quieres? Pero… –una pausa– dudo que tu padre se resuelva a acompañarnos.                                                                                                                                                                

        Por encima del libro abierto mi padre a mi madre y después a mí. Le sentí extraño. Ya estaban listas las maletas, mi ropa de cama señalada en mi nombre. Únicamente faltaba cerrarlas. Y las opulentas botas –“para que no te humedezcas los pies en el recreo” – allí estaban en su pequeño féretro rosado, frescas y lisas, como un delicioso par de nutritivas salchichas

        Al sonar la campanilla de la verja la excursión estaba dispuesta. Un limpio cielo había, lo tengo muy presente. Y los caminos superponiéndose libremente en el corazón de los repliegues. Lindas pilas de hojarasca subían o bajaban por todas partes. Hojas con formas frutales, de copas, de algas marinas. Y temblaban algunas ramas –esto me suponía–. Arrojar piedras al viento y descubrir que el viento no las devolvía significaba una desdicha. 

Agiles como las patas de un perro sentía mis piernas. Era el paso a nivel, en el kilómetro 20, el túnel y, un poco más tarde, sobre las cinco, pasaría el mixto. El ser viajero tiene su trascendencia. Yo pronto lo sabría.                                                                         
        – ¡Carlos!...Hablo mi madre. Il signore Lorenzo caminaba a su izquierda, golpeando con el bastón las piedras, mirándose con atención los zapatos. Algo muy claro y distinto veo: el traje de ella, de paño gris, muy largo, con el pequeño cuello de terciopelo negro y sobre el pecho una flor: blanca, si no me equivoco. Y otra flor recuerdo: lila, fea, muerta, al abrir mi madre una noche su armario porque cómo me dolía la cabeza…   

        Debía ser solemne y graciosa la playa, con altas y afiladas rocas e innumerables y transparentes lagunas que la marca dejaba atrás temblando en sorprendentes círculos. Piedras blancas y negras rosaban ocasionalmente sobre la arena o estallaban como bengalas cuando il signore Lorenzo las arrojaba contra el acantilado. Hacia aquella hora cruzó un barco y después de otro. A poco, el firmamento señaló con su baston a lo lejos:
–Parece de nieve– dijo.                                                                                                                                                     Mi madre sonrio, echándose atrás de improviso. A continuación adoptó un aire muy serio, que hot llamaría melancolico. Ya el vieto le había hurtado a su flor unos pétalos y cierta especie de misteriosa araña brillaba sobre su traje gris de paño    
     
         Por razones que se me escapan ni il signore Lorenzo, ni mi madre, ni yo tuvimos apetito. El membrillo, el queso y la fruta quedaron intactos. No me sentía animoso y si un poco irritado ante la evidente soledad en ojos del alma volvía inútilmente a mi padre.                                                                                                                                                                                                               
        – ¡Nunca, nunca! oí murmurar a ella –. Es una horrible palabra. ¡Nunca! Y la note muy pálida.                                                                           Permanecer a su lado o escapar hacia los afilados castillos de las rocas resultaba lo mismo. Quizá il signore Lorenzo fuese en realidad quien me estorbara, quizá fuera el quien se interpusiera frenéticamente entre la ostentosa dicha y mi pobre espíritu, acaso él con su bastón quien contribuyera a que la hermosa plata me resultase una horrible playa. Y me dije “Podría empujarlo al mar y echarle después, más agua encima”.

        Me divirtió suponerme lo que con su impertinente bastón ocurriría. Mi madre le alargaría desde la orilla la mano y lo subiría a las rocas. “¡Qué ocurrencia!”, algo así diría.
 Pude cerciorarme de que con mi madre a solas la vida se me habría mostrado cómoda, alegre y magnifica. Incluso, aproximándome otro poco a ella, la habría besado. De tarde en tarde lo hacía. 

Nadie en mi casa abusaba del efecto y los besos y otras cosas constituían privilegios de situaciones excepcionales. Mucho menos se reñía. Como en un mundo de ilusión y sombras, sombras, voces  y ruidos se atenuaban progresivamente en mitad de un inefable silencio que tal o cual pájaro turbaba. Una insensible tendencia a asociar mis imágenes con las aves me inclino de ordinario a la huida. Deriva este de mi madre                                                                                                                                                         
–Carlos, imagínate que volaras una tarde, ¿adónde irías?                                                                                                       Era con ocasión del milano que evolucionaba sobre los corrales.                                                                                                 –Y una linda esclavita abisinia, con los cabellos leves y oscuros como plumas…
     En la playa dijo, volviéndose con curiosidad al signore Lorenzo:                             
        –También ellos tendrán sus muros– después miró a lo alto.
        Qué miserable y aburrida tarde la del jueves. Admiraba la espuma, sin distraerme. Examinaba los arreos de pesca, abominables. El queso conservaba su aroma, pesca, abominables. 

El queso conservaba a su aroma, magnifico. Mas algún día crecería yo de pronto, me peinaría a raya y golpearía con mi bastón las piedras. Por debajo de los mongólicos bigotes estoy cierto de que il signore Lorenzo me odiaba con su enigmática sonrisa.

        – ¿Puede permitirme usted –aduje– que le diga algo a mi madre?
        Asintió con el bastón y la cabeza. Me incliné sobre ella:
        –Vámonos. ¡Estoy harto!
        –Sí, tienes razón, vámonos –repuso–. Y se puso en pie con sobresalto.
        A la mañana siguiente, en el tren de las once y media, partimos.

 Contra todo lo supuesto, me sentía de un humor admirable. También mi madre lo parecía. Viéndola frente a mi toda mía, mía y sola– se me antojaba tener los bolsillos repletos de oro y flores y entre los dedos manojos de perlas. Una impresión de riqueza infinita, de escandalosa opulencia, me apreso de súbito. Diríase que adjudicarme plenamente el panorama podría ofrecérsele ostentosamente a mi madre para deleite suyo. Cuentos e historias había, de tesoros mejores y despropósitos semejantes.

        – ¡Mira! ¡Mira! ¿No ves? –como había de mirar ella, con sus ojos oscuros, infatigables para mirar, atravesó del cristal amarillo del vagón solitario. Il signore Lorenzo, lejos: que armonía en el espacio. Lo de mi padre ofrecía únicamente su justa y sencilla importancia.
        –Cuando sea oportuno– dije, o debí decir, por lo menos – me casaré contigo–. Y reía.

        Ella apartó el rostro, inconforme quizá con el tal matrimonio. – Y tú, ¿te casarías conmigo? El tren rodaba; era muy agradable. –Lo que ocurre es que mi padre acaso no consienta ¿qué dices? ¿Y Il signore Lorenzo?
        Y a poco:
        –Eso de casarse esta bien, me gusta. Te escribiré desde el colegio.
        Habiéndose despojado de su sombrero verde apareció sobre su frente una línea de sombra. Golpeaba con insistencia sus guantes. Me miró de frente cuando llegamos:

        – ¡Listo! – y se incorporó sin prisas. Después bajamos. Estúpidamente oscura, insípida y amenazadora apareció la ciudad bajo una lenta y malsana lluvia que escurría por los muros de las casas, descendían y se iluminaban brevemente frente a los escaparates para tenderse al fin en el pavimento como una alfombra metálica. 

Gritos, ruido y confusión sin origen o sentido. Las claras olas de la víspera, las pulidas ramas de los árboles, las ventanas sin cerrar, el río, mis queridas voces conocidas, las ranas, el péndulo del reloj, los grillos, este o el otro armatoste, la tormenta, los resortes de mi cama eran admirables rumores que alegraban el oído.

Y fácilmente, a espaldas de aquel edificio o al extremo de aquella plaza, se alzaría con el dedo en lo alto el colegio. Tras sus puertas, cientos de ojos mirándome, examinándome, inspeccionando mis maletas, atrayéndome, hechizándome, cautivándome en un pozo de soledad, apartándome definitivamente de cuanto me era grato y querido. 

Que zozobra a cada torre, a cada resplandor imprevisto, a cada portal entornado. Al día siguiente se regresaría mi madre y yo allí con el deber humillante de dejar transcurrir el invierno. Qué sé yo hacia dónde caminabamos bajo el oscuro paraguas.

        –Si te fatigas, regresaremos. Acuérdate que tú nunca anduviste de noche. –Me siento perfectamente. Sigamos. Hoy adivino cuantas cosas habría deseado confiarme mi madre.
        – ¿Un refresco? Bueno, aquí mismo. De manzana. Ninguna sed, el menor estimulo. Comenzaba a descubrir su mirada, que se me escapaba
        –Como quieras, te digo. ¿Crees realmente que sea ya tarde?

        Al doblar una esquina sentí sus cinco dedos en mi brazo. ¡Oh, me lastimas!
        Caminábamos de prisa. Tan desconocido y curioso todo. Ah, el muelle. – ¡Mira las banderitas! – Y se detuvo, levantando el paraguas – ¡Tan lindas!
        Mire en cambio a mi madre, parpadeando. Iban y venían hombres oscuros, grasientos, con los brazos desnudos, velludos como demonios, contoneando sus cuerpos. En ocasiones, se detenían examinando a mi madre de arriba abajo. Yo me volvía de pronto y allí estaban en círculo, mascullando algo entre dientes. Hombres de pesadilla. Si se reían, ello me indignaba. Decididamente no pintaba muy bien este asunto del colegio.

         –Escucha, ¿oyes?... Ahora va saliendo un barco. ¿Hacia dónde irá?
        Sentí ganas de llorar no sé si en virtud de aquellos hombretones que miraban trágicamente a mi madre o del buque que partía, a pesar de sus luces. Cesó la lluvia, plegó mi madre el paraguas y pronunció dos o tres frases sorprendentes que comprendí andando el tiempo:

         – ¡Acuérdate! Qué miedo sentiste aquella noche mientras soñabas…
        Y reanudando la marcha, tras una repentina pausa:
        –Por las noches, especialmente cuando son oscuras, uno no debe acercarse demasiado al mar, pues corre el riesgo de caerse al agua sin que nadie lo vea. Pero no volvía con una dolorosa insistencia a la primera idea:

        –Sí, temblabas, con los ojos así de grandes, mirándome sin conocerme. Y yo dije: “Sí soy yo, date cuenta”. Después sonreíste, muy dentro de tu sueño, y todavía exclamaste: “Bueno, pues que se lleven el toro”. ¿Sabes que los niños me llenan de tristeza de alma?
        Ya después no hablamos. El refresco de mañana había arruinado mi apetito.
        – Hasta mañana– Pronunció en la cama.
         – Hasta mañana– Repuse.
        Del colegio prefería no hablar más nunca, excepción echa de sus muros que eran altos, claros, gruesos y extrañamente iguales. En lo alto de una cúpula doblaba una campana. Al extremo de un gran corredor había una sala. Y el director allí, de pie, con ojos aplastados, grises. Mi madre lloró un poco,  tal vez dos o tres lágrimas.
        –Te irá bien, te lo prometo.
        El director apareció complacido y me propino una suave palmadita.
        –Te escribiré– dije –. Y recuerdo que no acerté a hablar debidamente por el calor sofocante.
        –Naturalmente que si – expuso ella –. E inclinándose:
        –Ven, creo que debo irme.
        Levantando por una punta el guate consultó su reloj:
        –Claro, ¡es ya tan tarde!

        Me besó una vez y se fue. De que la vi irse estoy cierto. Tan sencillo. Mas ¿Por qué tuve que ahogar aquel terrible grito: “¡Papá!”? Algo en mi interior me previno del improviso: “Eso es véla, véla y muy detenidamente. ¡Por última vez véla! Es la última”.
        Y la última fue. Nunca más volvió a casa. Ni volvió tampoco Il Signore Lorenzo. Yo de amores y esas cosas qué sabía.
        – ¡Carlos!

        Oh, pero si aquí esta ella quieta al borde del camino, un poco sofocada, incierta, no mi mujer sino otra mujer alta, esbelta y joven con un largo vestido de paño gris y una flor sobre el pecho.
        – ¿Vamos? – dijo–. Tengo tan poco tiempo. –Y se reclinó en mi hombro.
        –Vamos–repuse.
        Enseguida echamos a andar una vez más entre tantas.

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