Francisco Tario - Yo de amores qué sabía (1988)
cuento exclusivo de Biblioteca Eterna
cuento exclusivo de Biblioteca Eterna
Y un día,
consciente ya de su juventud esplendida, se engalano la Tierra con caminos. ¡Cuán
agiles y tan silenciosamente iguales estos jóvenes e inútiles caminos!
Apuntalan en el ánimo del hombre la perenne idea de la huida. Ir –no venir–.
Tan semejante a las puertas: salir reiteradamente –entrar las indispensables
veces.
Y en una tarde así de tantas, la
crepuscular cita secreta con una mujer joven que no es la nuestra. Todos los
aromas nos persuaden, nos arrastran todas las olvidadas hojas, las
descompuestas aguas de los estanques verdes nos invitan. Y los recuerdos…
Así fue este imprevisto recuerdo, hoy,
durante la espera: ¿Por qué extraña obstinación leía mi padre a Salgari?
Singular mundo de mandriles y corsarios debió ser el suyo, sin duda. Y con sus
tan desmesurados y agrestes bigotes, retorcidos y robustos como dos guías de
hiedra, el trabuco al hombro, cuesta arriba, perjudicando codornices. En la
mesa se ataba la servilleta al cello y contemplaba pestañeando la sopa. Debían
ser visiones de niño, torturas de un hombre angustiado que a toda costa pugnaba
por seguir siendo niño, de un hombre a quien el tiempo le empañaba de llanto
los ojos, obligándole a crispar los dedos repetidamente como asiéndose, no sabía
bien a que –a la infancia, me supongo-. Y su voz torpe, debilitada, todavía
tonante.
A cierta hora de la tarde –los jueves– sonaba alegremente la campanilla
de la verja y cruzando con elegancia el jardín – ¡tantas olvidadas matas! Aparecía
il signore Lorenzo. ¿Importante? ¿Inconveniente?
¿Gentil? Ya estos eran otros bigotes: lacios apretados, melancólicos,
significativos, llenos de promesas. El placer estaba a su servicio.
Un cigarrillo de oro y el sobo
de té, el cruzar por cruzar una pierna, un tibio ademan, su alto bastón de
ébano dotando consecutivamente entre sus dedos proporcionabanle sin duda alguna
los mas inexplicables transportes; o el asomar, aún, sus azules ojos a la
ventana, siempre hacia occidente, con una vibración en los labios cual
pretendiendo proferir algo que no debía o esforzándose más bien por guardar silencio.
Desde mi clara infancia clasificabalo yo como algo tan especial como un
domingo. A través de este camino, hoy, lo descubro compungido, incierto,
pasajero como cualquier otro día de la semana.
Mi madre era alta, blanca, joven y tan esbelta y tan bella. Excepcionalmente leía:
miraba. Este otro mundo era para mí aún inexpugnable. Como si nuestra huerta en
ruinas le fuera cruelmente desconocida, mirábala y remirábala, hoja por hoja,
mata por mata, hueco por hueco, sombra por sombra. Y ordenaba aquellas flores
que por milagro de la lluvia crecían. Y las que por razón del viento o la
estación se desprendían y caían.
Claro es que los pájaros
no deberían ser los mismos: y caían. Claro es que los pájaros no deberían ser
los mismos: y con ellos parecían escapar insistentemente ir encima de la ennegrecida
barda. Mirarla por sorpresa a la nuca era como abismarse en una de esas
misteriosas nubes que todavía no se forman, pero que se formaran inevitablemente,
por supuesto. Tendía el mantel, levemente almidonado, servía él te “muy
cargado” al signore Lorenzo o
alargaba a mi padre El Estrecho de Torres.
Pero ¿Cómo era yo, por cierto? “Como un
abrojo”, resumía mi padre. Y mi madre atenuaba: “Es simiente, aún no sabemos”.
Posiblemente il signore Lorenzo optara
por el abrojo, pues sonreía. Dispongo de un antiguo retrato mío y lo más
importante n el son las botas. Ello me desalienta. Y me conturba en un grado
calzaba. Pues no hallo en mi –niño– algo digno de ser Carlos, pero con un significado
distinto o sin significado de especie alguna, dulcemente sin sentido. Mi madre
se llamaba Águeda. Mi
padre, Sebastián –yo diría que a secas–. Yodo tan particular como en una
familia aparte.
Mi madre expresó esa tarde:
–Mañana jueves, si gustas, te llevaré a la playa. ¡Para que te despidas!
Ya sabes que el viernes…
Es inicuo, tonto y deleznable encerrar a un niño en un colegio por
espacio de todo un invierno, ¡Y en viernes! Siendo como solían ser los viernes
tan claros, tan cálidos, con su tibieza de madrugada, tan libres viva la ansiedad
de la tierra reclamándonos desde sus profundidades, mezcla de abrazo y
ausencia, de muerte y de vida en sagrada ignorancia.
De escuelas conocía yo lo suficiente.
Mas el enigma de aquel cuadrado edificio, probablemente con cisternas y
cerrojos, lejano, a seis horas de viaje todo a lo largo de la vía, en una
ciudad enemiga, decían que junto al muelle, sin conseguir dormir por las noches
en virtud del estrepitoso silbar de los barcos…
–Llevaremos la
merienda y los arreos de pesca, ¿quieres? Pero… –una pausa– dudo que tu padre
se resuelva a acompañarnos.
Por encima del libro abierto mi padre a mi madre y después a mí. Le
sentí extraño. Ya estaban listas las maletas, mi ropa de cama señalada en mi
nombre. Únicamente faltaba cerrarlas. Y las opulentas botas –“para que no te
humedezcas los pies en el recreo” – allí estaban en su pequeño féretro rosado,
frescas y lisas, como un delicioso par de nutritivas salchichas
Al sonar la campanilla de la verja la
excursión estaba dispuesta. Un limpio cielo había, lo tengo muy presente. Y los
caminos superponiéndose libremente en el corazón de los repliegues. Lindas
pilas de hojarasca subían o bajaban por todas partes. Hojas con formas
frutales, de copas, de algas marinas. Y temblaban algunas ramas –esto me
suponía–. Arrojar piedras al viento y descubrir que el viento no las devolvía
significaba una desdicha.
Agiles como las patas de un perro sentía mis piernas.
Era el paso a nivel, en el kilómetro 20, el túnel y, un poco más tarde, sobre
las cinco, pasaría el mixto. El ser viajero tiene su trascendencia. Yo pronto
lo sabría.
– ¡Carlos!...Hablo mi madre. Il signore Lorenzo caminaba a su izquierda, golpeando con el bastón
las piedras, mirándose con atención los zapatos. Algo muy claro y distinto veo:
el traje de ella, de paño gris, muy largo, con el pequeño cuello de terciopelo
negro y sobre el pecho una flor: blanca, si no me equivoco. Y otra flor
recuerdo: lila, fea, muerta, al abrir mi madre una noche su armario porque cómo
me dolía la cabeza…
Debía ser solemne y graciosa la playa,
con altas y afiladas rocas e innumerables y transparentes lagunas que la marca
dejaba atrás temblando en sorprendentes círculos. Piedras blancas y negras
rosaban ocasionalmente sobre la arena o estallaban como bengalas cuando il signore Lorenzo las arrojaba contra
el acantilado. Hacia aquella hora cruzó un barco y después de otro. A poco, el
firmamento señaló con su baston a lo lejos:
–Parece de nieve– dijo. Mi
madre sonrio, echándose atrás de improviso. A continuación adoptó un aire muy
serio, que hot llamaría melancolico. Ya el vieto le había hurtado a su flor
unos pétalos y cierta especie de misteriosa araña brillaba sobre su traje gris
de paño
Por razones que se me escapan ni il signore Lorenzo, ni mi madre, ni yo
tuvimos apetito. El membrillo, el queso y la fruta quedaron intactos. No me
sentía animoso y si un poco irritado ante la evidente soledad en ojos del alma volvía
inútilmente a mi padre.
– ¡Nunca, nunca! oí murmurar a ella –.
Es una horrible palabra. ¡Nunca! Y la note muy pálida.
Permanecer a su lado o escapar hacia los afilados castillos de las rocas
resultaba lo mismo. Quizá il signore
Lorenzo fuese en realidad quien me estorbara, quizá fuera el quien se
interpusiera frenéticamente entre la ostentosa dicha y mi pobre espíritu, acaso
él con su bastón quien contribuyera a que la hermosa plata me resultase una
horrible playa. Y me dije “Podría empujarlo al mar y echarle después, más agua
encima”.
Me divirtió suponerme lo que con su
impertinente bastón ocurriría. Mi madre le alargaría desde la orilla la mano y
lo subiría a las rocas. “¡Qué ocurrencia!”, algo así diría.
Pude cerciorarme de que con mi madre a solas la
vida se me habría mostrado cómoda, alegre y magnifica. Incluso, aproximándome
otro poco a ella, la habría besado. De tarde en tarde lo hacía.
Nadie en mi
casa abusaba del efecto y los besos y otras cosas constituían privilegios de
situaciones excepcionales. Mucho menos se reñía. Como en un mundo de ilusión y
sombras, sombras, voces y ruidos se
atenuaban progresivamente en mitad de un inefable silencio que tal o cual
pájaro turbaba. Una insensible tendencia a asociar mis imágenes con las aves me
inclino de ordinario a la huida. Deriva este de mi madre
–Carlos, imagínate que volaras una tarde, ¿adónde irías? Era con ocasión del milano que evolucionaba sobre los corrales.
–Y una linda esclavita abisinia, con los cabellos leves y oscuros como
plumas…
En la playa dijo, volviéndose con
curiosidad al signore Lorenzo:
–También ellos tendrán sus muros–
después miró a lo alto.
Qué miserable y aburrida tarde la del
jueves. Admiraba la espuma, sin distraerme. Examinaba los arreos de pesca,
abominables. El queso conservaba su aroma, pesca, abominables.
El queso
conservaba a su aroma, magnifico. Mas algún día crecería yo de pronto, me
peinaría a raya y golpearía con mi bastón las piedras. Por debajo de los
mongólicos bigotes estoy cierto de que il
signore Lorenzo me odiaba con su enigmática sonrisa.
– ¿Puede
permitirme usted –aduje– que le diga algo a mi madre?
Asintió con el bastón y la cabeza. Me
incliné sobre ella:
–Vámonos. ¡Estoy harto!
–Sí, tienes razón, vámonos –repuso–. Y
se puso en pie con sobresalto.
A la mañana siguiente, en el tren de
las once y media, partimos.
Contra todo lo supuesto, me sentía de un humor
admirable. También mi madre lo parecía. Viéndola frente a mi –toda mía, mía y sola– se me
antojaba tener los bolsillos repletos de oro y flores y entre los dedos manojos
de perlas. Una impresión de riqueza infinita, de escandalosa opulencia, me
apreso de súbito. Diríase que adjudicarme plenamente el panorama podría
ofrecérsele ostentosamente a mi madre para deleite suyo. Cuentos e historias
había, de tesoros mejores y despropósitos semejantes.
– ¡Mira! ¡Mira!
¿No ves? –como había de mirar ella, con sus ojos oscuros, infatigables para
mirar, atravesó del cristal amarillo del vagón solitario. Il signore Lorenzo, lejos: que armonía en el espacio. Lo de mi
padre ofrecía únicamente su justa y sencilla importancia.
–Cuando sea
oportuno– dije, o debí decir, por lo menos – me casaré contigo–. Y reía.
Ella apartó el
rostro, inconforme quizá con el tal matrimonio. – Y tú, ¿te casarías conmigo?
El tren rodaba; era muy agradable. –Lo que ocurre es que mi padre acaso no consienta
¿qué dices? ¿Y Il signore Lorenzo?
Y a poco:
–Eso de
casarse esta bien, me gusta. Te escribiré desde el colegio.
Habiéndose
despojado de su sombrero verde apareció sobre su frente una línea de sombra.
Golpeaba con insistencia sus guantes. Me miró de frente cuando llegamos:
– ¡Listo! – y
se incorporó sin prisas. Después bajamos. Estúpidamente oscura, insípida y
amenazadora apareció la ciudad bajo una lenta y malsana lluvia que escurría por
los muros de las casas, descendían y se iluminaban brevemente frente a los
escaparates para tenderse al fin en el pavimento como una alfombra metálica.
Gritos, ruido y confusión sin origen o sentido. Las claras olas de la víspera,
las pulidas ramas de los árboles, las ventanas sin cerrar, el río, mis queridas
voces conocidas, las ranas, el péndulo del reloj, los grillos, este o el otro
armatoste, la tormenta, los resortes de mi cama eran admirables rumores que
alegraban el oído.
Y fácilmente, a espaldas de aquel edificio o al extremo de
aquella plaza, se alzaría con el dedo en lo alto el colegio. Tras sus puertas,
cientos de ojos mirándome, examinándome, inspeccionando mis maletas,
atrayéndome, hechizándome, cautivándome en un pozo de soledad, apartándome definitivamente
de cuanto me era grato y querido.
Que zozobra a cada torre, a cada resplandor
imprevisto, a cada portal entornado. Al día siguiente se regresaría mi madre y
yo allí con el deber humillante de dejar transcurrir el invierno. Qué sé yo
hacia dónde caminabamos bajo el oscuro paraguas.
–Si te
fatigas, regresaremos. Acuérdate que tú nunca anduviste de noche. –Me siento perfectamente.
Sigamos. Hoy adivino cuantas cosas habría deseado confiarme mi madre.
– ¿Un
refresco? Bueno, aquí mismo. De manzana. Ninguna sed, el menor estimulo.
Comenzaba a descubrir su mirada, que se me escapaba
–Como quieras,
te digo. ¿Crees realmente que sea ya tarde?
Al doblar una
esquina sentí sus cinco dedos en mi brazo. ¡Oh, me lastimas!
Caminábamos de
prisa. Tan desconocido y curioso todo. Ah, el muelle. – ¡Mira las banderitas! –
Y se detuvo, levantando el paraguas – ¡Tan lindas!
Mire en cambio
a mi madre, parpadeando. Iban y venían hombres oscuros, grasientos, con los brazos
desnudos, velludos como demonios, contoneando sus cuerpos. En ocasiones, se
detenían examinando a mi madre de arriba abajo. Yo me volvía de pronto y allí
estaban en círculo, mascullando algo entre dientes. Hombres de pesadilla. Si se
reían, ello me indignaba. Decididamente no pintaba muy bien este asunto del
colegio.
–Escucha,
¿oyes?... Ahora va saliendo un barco. ¿Hacia dónde irá?
Sentí ganas de
llorar no sé si en virtud de aquellos hombretones que miraban trágicamente a mi
madre o del buque que partía, a pesar de sus luces. Cesó la lluvia, plegó mi
madre el paraguas y pronunció dos o tres frases sorprendentes que comprendí
andando el tiempo:
– ¡Acuérdate!
Qué miedo sentiste aquella noche mientras soñabas…
Y reanudando
la marcha, tras una repentina pausa:
–Por las
noches, especialmente cuando son oscuras, uno no debe acercarse demasiado al
mar, pues corre el riesgo de caerse al agua sin que nadie lo vea. Pero no volvía
con una dolorosa insistencia a la primera idea:
–Sí,
temblabas, con los ojos así de grandes, mirándome sin conocerme. Y yo dije: “Sí
soy yo, date cuenta”. Después sonreíste, muy dentro de tu sueño, y todavía
exclamaste: “Bueno, pues que se lleven el toro”. ¿Sabes que los niños me llenan
de tristeza de alma?
Ya después no
hablamos. El refresco de mañana había arruinado mi apetito.
– Hasta mañana–
Pronunció en la cama.
– Hasta
mañana– Repuse.
Del colegio prefería
no hablar más nunca, excepción echa de sus muros que eran altos, claros,
gruesos y extrañamente iguales. En lo alto de una cúpula doblaba una campana.
Al extremo de un gran corredor había una sala. Y el director allí, de pie, con
ojos aplastados, grises. Mi madre lloró un poco, tal vez dos o tres lágrimas.
–Te irá bien,
te lo prometo.
El director
apareció complacido y me propino una suave palmadita.
–Te escribiré–
dije –. Y recuerdo que no acerté a hablar debidamente por el calor sofocante.
–Naturalmente
que si – expuso ella –. E inclinándose:
–Ven, creo que
debo irme.
Levantando por
una punta el guate consultó su reloj:
–Claro, ¡es ya
tan tarde!
Me besó una
vez y se fue. De que la vi irse estoy cierto. Tan sencillo. Mas ¿Por qué tuve
que ahogar aquel terrible grito: “¡Papá!”? Algo en mi interior me previno del
improviso: “Eso es véla, véla y muy detenidamente. ¡Por última vez véla! Es la última”.
Y la última
fue. Nunca más volvió a casa. Ni volvió tampoco Il Signore Lorenzo. Yo de amores y esas cosas qué sabía.
– ¡Carlos!
Oh, pero si aquí
esta ella quieta al borde del camino, un poco sofocada, incierta, no mi mujer
sino otra mujer alta, esbelta y joven con un largo vestido de paño gris y una
flor sobre el pecho.
– ¿Vamos? –
dijo–. Tengo tan poco tiempo. –Y se reclinó en mi hombro.
–Vamos–repuse.
Enseguida
echamos a andar una vez más entre tantas.
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