Edgar Allan Poe - La caída de la Casa Usher (1839)
Son coeur est un
luth suspendu;
Sitôt qu’ on le touche, il résonne.
-De Béranger
Sitôt qu’ on le touche, il résonne.
-De Béranger
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso,
cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo,
una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras
de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo
fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un
sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba
ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales
recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo
terrible.
Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo
paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los
ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una
fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al
despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el
horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar
del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la
imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime.
¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me
desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no
podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor
mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria
conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de
simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el
análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más
allá de nuestro alcance.
Era posible, reflexioné, que una simple disposición
diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera
suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y,
procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla
de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la
mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé
la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales
troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar
algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres
compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro
último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región
distinta del país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente
apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura
denotaba agitación nerviosa.
El autor hablaba de
una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un
intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo
personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía,
algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido
hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de
inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en
realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente
reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado
desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento
desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones
artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad
generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las
dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la
ciencia musical.
Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de
los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama
duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de
descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones,
había sido así.
Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el
perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus
habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo
largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia,
quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a
hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba
tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en
el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre
los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto
infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular
impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi
superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente
para acelerar su crecimiento mismo.
Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los
sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola
razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el
estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en
verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones
que me oprimían.
Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de
que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y
de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo,
exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque
silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible,
de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño,
examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante
parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por
el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos
desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que
ver con ninguna forma de destrucción.
No había caído parte
alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la
perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me
recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido
largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire
exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales
de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido
descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del
edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse
en las sombrías aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve
calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en
la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde
allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el
gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé
cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya.
Mientras los objetos circundantes -los relieves de los
cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y
los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a
las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras
cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo
insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí.
En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La
expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad.
El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía
ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de
roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles
fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y
servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin
embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a
los huecos del techo abovedado y esculpido.
Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general
era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e
instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la
escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e
irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba
tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía,
pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre
de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta
sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo
observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto.
¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan
terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude
llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el
compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido
siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos,
incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de
una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero
de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón,
finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de
energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos
rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía
difícil de olvidar.
Y ahora la simple
exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual
revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba
hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por
sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello,
además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña
flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un
esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple
humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar
incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie
de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva
agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta
naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos
juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y
su temperamento.
Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz
pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa
latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta,
pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada,
perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el
opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo
de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él
consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y
familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa,
añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una
multitud de sensaciones anormales.
Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me
desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo
general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos;
apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta
textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más
débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de
instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror.
“Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de
otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por
sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más
trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el
peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en
esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en
que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo
fantasma: el miedo.”
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones
interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba
dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que
ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir,
supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en
términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas
peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían
ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto
que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro
estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral
de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía
buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía
que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución
evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía
durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. “Su muerte
-decía con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el
desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.” Mientras
hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado
del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció.
La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y
sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de
estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban.
Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y
ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre
las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se
extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban
apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo
la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su
persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente
cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con
firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la
tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano
con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la
breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última
para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos
su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para
aliviar la melancolía de mi amigo.
Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba,
como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así,
a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en
lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo
intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva,
inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en
una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas
solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría
en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las
ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad
exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas.
Sus largos e
improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras
cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y
amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber.
De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya
vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento
tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan
vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de
presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las
meras palabras escritas.
Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus
diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una
idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias
que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el
hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable
espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no
participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente
esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro
representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular,
con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno.
Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la
idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de
la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se
discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo,
flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto
con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que
hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de
instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había
confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el
carácter fantástico de sus obras.
Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa
facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las
palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con
improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran
observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo
fácilmente las palabras de una de esas rapsodias.
Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la
dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y
por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada
razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio
encantado, decían poco más o menos así:
En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe…
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos
lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de
Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así),
sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales
afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada
fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo
el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión.
La creencia, sin embargo,
se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus
antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas,
imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que
estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los
marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación
inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque.
Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al
oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera
propia en torno a las aguas y a los muros.
El resultado era discernible,
añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante
siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora
estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no
haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran
no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede
suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos
obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor,
de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud,
de Jean D’Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul,
de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro
favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium,
del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los
viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras.
Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y
curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ
Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y
en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras
informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su
intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación
definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que
alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de
discutir.
El hermano había
llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la
enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por
parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar.
No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien
me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de
oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los
preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos
el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto
tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva,
dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de
toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la
casa que ocupaba mi dormitorio.
Evidentemente había desempeñado, en remotos
tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el
de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del
piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía
una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes,
producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en
aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía
suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido
entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher,
adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales
supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre
simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron
mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto.
El mal que llevara a
Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente
en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de
un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es
tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y,
asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los
aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena,
sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi
amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus
ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso,
desigual, sin rumbo.
La palidez de su
semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral,
pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a
veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo
del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad,
pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que
luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo.
Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a
las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el
vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara
algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me
inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se
deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y
contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo
día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy
tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos.
El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por
racionalizar la nerviosidad que me dominaba.
Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía,
era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación,
de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad
incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y
crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho.
Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor
incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre
mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo
sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba
ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por
qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados,
indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos,
no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable
pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante
la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído,
recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una
escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un
instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una
lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero
además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria
evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era
preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su
presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una
mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás
-y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las
ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto
de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una
belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer,
un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y
violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las
nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía
advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose
unas con otras sin alejarse.
Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo,
y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se
veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes
masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban,
resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa
y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome,
mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a
un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos
eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma
corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso
para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me
escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist,
de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por
triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin
imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi
amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza
de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar
alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes)
aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a
decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía
escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi
idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en
que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse
por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí,
se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
“Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y
fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el
momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole
obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el
estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un
rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y,
tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el
ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma.”
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me
detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación
me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión,
llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud,
el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de
destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna,
la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los
bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta
creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera
interesarme o distraerme.
Continué el relato:
“Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy
furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar,
en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego,
sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro
colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
“Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón,
que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y
bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con
las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído
hasta entonces.”
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un
sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad
había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección
procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente
lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación
atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el
novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más
extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales
predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo,
suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la
sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido
los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos
una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a
mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando
hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus
facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo
inaudible.
Tenía la cabeza caída
sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos,
fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo
contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo
suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto,
proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
“Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible
furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto,
apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado
pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual,
entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata
con grandísimo y terrible fragor.”
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando
-como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo
su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y
resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me
puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se
interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado.
Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona
una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte
estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y
vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no
advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el
horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho,
mucho tiempo… muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me
atrevía… ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía… no me
atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos
eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el
fondo del ataúd.
Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me
atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del
eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!… ¡Di,
mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su
prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido
de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a
reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el
pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un
salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara
su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza
de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron
lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la
violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y
amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y
huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento
permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento
sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en
su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores
que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera
seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida.
De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde
podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban
solas a mis espaldas.
El resplandor venía de la luna llena, roja como la
sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible
dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba,
la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo
el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al
ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como
la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se
cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.
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