Edgar Allan Poe - El corazón
Delator (1843)
¡Cierto! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he
sido y lo soy, pero, ¿podría decirse que estoy loco? La enfermedad había
agudizado mis sentidos, no los había embotado ni destruido. Sobre todo, tenía
el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas
cosas del infierno. ¿Cómo voy a estar loco, entonces? Escuchen y observen con
cuánta tranquilidad, con cuánta cordura puedo contarles toda la historia.
Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea
por primera vez; pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. No
perseguía ningún fin. No estaba colérico. Yo quería mucho al viejo. Nunca me
había hecho nada malo. Nunca me había insultado. No deseaba su dinero. Creo que
fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de
un color azul pálido, con una fina película delante. Cada vez que posaba ese
ojo en mí, se me enfriaba la sangre; y así, muy gradualmente, me fui decidiendo
a quitarle la vida al viejo y librarme así aquel ojo para siempre.
Pues bien, así fue. Ustedes creerán que estoy loco.
Pero los
locos no saben nada. En cambio yo... deberían haberme visto. Deberían haber
visto con qué sabiduría procedí, con qué cuidado, con qué previsión, con qué
disimulo me puse a trabajar. Nunca había sido tan amable con el viejo como la
semana antes de matarlo. Pero eso sí: cada noche, cerca de medianoche, yo hacía
girar el picaporte de su puerta y la abría, con mucho cuidado. Y después,
cuando la había abierto lo suficiente como para pasar mi cabeza, levantaba una
linterna cerrada, completamente cerrada, de modo que no se viera ninguna luz, y
tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habrían reído ustedes si hubieran visto
con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, muy lentamente, para
no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por
esa abertura, hasta verlo durmiendo en su cama.
¡Ja! ¿Podría un loco actuar con
tanta prudencia? Y luego, cuando mi cabeza estaba bien dentro de la habitación,
abría la linterna con cautela, con mucho cuidado (porque las bisagras hacían
ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Hice todo
esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las doce, pero siempre
encontraba el ojo cerrado y era imposible hacer el trabajo, ya que no era el
viejo quien me irritaba, sino su ojo.
Y cada mañana, cuando amanecía, iba sin
miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con
voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por tanto verá usted
que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que cada noche,
justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
La octava noche, fui más cuidadoso aún cuando
abrí la puerta. El minutero de un reloj se mueve más rápido de lo que se movía
mi mano. Nunca antes había sentido el alcance de mi fuerza, de mi sagacidad.
Casi no podía contener mi impresión de triunfo, al pensar que estaba abriendo
la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis secretas acciones e
ideas. Me reí entre dientes ante esa idea. Y tal vez me oyó porque se movió en
la cama, de repente, como sobresaltado.
Pensará ustedes que retrocedí, pero no.
Su habitación estaba tan negra como la pez, ya que él cerraba las persianas por
miedo a los ladrones; entonces, sabía que no me vería abrir la puerta y seguí
empujando suavemente, suavemente.
Ya había introducido la cabeza y estaba para abrir la
linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cierre metálico y el viejo se
incorporó en la cama, gritando:
-¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no
moví ni un sólo músculo y mientras tanto no oí que volviera a acostarse en la
cama. Aún estaba sentado, escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras
noche, escuchando los relojes de la muerte en la pared.
Oí de pronto un leve quejido y supe que era el quejido que
nace del terror, no era un quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido
ahogado que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Yo conocía
perfectamente ese sonido. Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el
mundo dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su temible eco, los terrores
que me enloquecían. Digo que lo conocía bien.
Sabía lo que el viejo sentía y
sentí lástima por él, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él
había estado despierto desde el primer débil sonido, cuando se había vuelto en
la cama. Sus miedos habían crecido desde entonces. Había estado intentando
imaginar que aquel ruido era inofensivo, pero no podía.
Se había estado diciendo
a sí mismo: "No es más que el viento en la chimenea, no es más que un
ratón que camina sobre el suelo", o "No es más que un grillo que
cantó una sola vez". Sí, había tratado de convencerse con estas
suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la muerte, se
había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la fúnebre influencia de
aquella imperceptible sombra la que le llevaba a sentir, aunque no la veía ni
oía, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Cuando hube esperado mucho tiempo, muy pacientemente, sin
oír que se acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna.
Entonces la abrí -no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por fin, un solo
rayo, como el hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el
ojo del buitre.
Estaba abierto, abierto del todo y me enfurecí mientras lo
miraba, lo veía con total claridad, de un azul apagado, con aquella terrible
película que me helaba el alma. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo
del viejo, ya que había dirigido el rayo, como por instinto, exactamente al
punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que ustedes creen locura es solo
mayor agudeza de los sentidos? Luego llegó a mis oídos un suave, apagado y
rápido sonido como el que hace un reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel
sonido también me era familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi
furia, como el redoblar de un tambor estimula al soldado en batalla.
Sin embargo, incluso en ese momento me contuve y seguí
callado. Apenas respiraba. Mantuve la linterna inmóvil. Intenté mantener con
toda firmeza la luz sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal latido del
corazón iba en aumento. Crecía cada vez más rápido y más fuerte a cada
instante. El terror del viejo debía de ser espantoso. Era cada vez más fuerte,
más fuerte... ¿Me entiende? Le he dicho que soy nervioso y así es. Pues bien,
en la hora muerta de la noche, entre el atroz silencio de la antigua casa, un
ruido tan extraño me llenaba de un terror incontrolable.
Sin embargo, por unos
minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el latido era cada vez más
fuerte, más fuerte. Creí que aquel corazón iba a explotar. Y se apoderó de mí
una nueva ansiedad: ¡Los vecinos podrían escuchar el latido del corazón! ¡Al
viejo le había llegado la hora! Con un fuerte grito, abrí la linterna y me
precipité en la habitación. El viejo clamó una vez, sólo una vez. En un
momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él.
Después sonreí
alegremente al ver que el hecho estaba consumado. Pero, durante muchos minutos,
el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Sin embargo, no me
preocupaba, porque el latido no podría oírse a través de la pared. Finalmente,
cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, estaba duro,
duro como una piedra. Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos
minutos. No había pulsaciones. Estaba muerto. Su ojo ya no volvería a
molestarme.
Si aún me creen ustedes loco, no pensarán lo mismo cuando
describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche
avanzaba y trabajé con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé
el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Después levanté tres
planchas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Luego
coloqué las tablas con tanta inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni
siquiera el del viejo, podría haber detectado nada extraño. No había nada que
limpiar; no había manchas de ningún tipo, ni siquiera de sangre. Había sido
demasiado precavido para eso. Todo estaba recogido. ¡Ja, ja!
Cuando terminé estas tareas, eran las cuatro... pero
seguía oscuro como medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la
puerta de la calle. Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que temer.
Entraron tres hombres que se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de
la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual había
sospechas de algún altercado. Se había hecho una denuncia en la policía, y los
oficiales habían sido enviados a registrar el lugar. Sonreí, ya que no había
nada que temer.
Di la bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido había
sido producido por mí durante una pesadilla. Dije que el viejo estaba fuera, en
el campo. Llevé a los visitantes por toda la casa. Les dije que registraran, a
que registraran bien. Por fin los llevé a su habitación, les enseñé
sus caudales, seguros e intactos. En el entusiasmo de mis confidencias, llevé
sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo,
con la salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre
el mismo lugar donde reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se mostraron satisfechos. Mi forma de proceder
los había convencido. Yo me sentía especialmente cómodo. Se sentaron y hablaron
de cosas comunes mientras yo les contestaba muy animado. Pero, de repente,
empecé a sentir que me ponía pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y
me pareció oír un sonido; pero ellos se quedaron sentados y siguieron
conversando. El ruido se hizo más claro, cada vez más claro. Hablé más como
para olvidarme de esa sensación; pero cada vez se hacía más claro... hasta que
por fin me di cuenta de que el ruido no estaba dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero hablé con más
fluidez y en voz más alta.
Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un
sonido bajo, sordo, rápido... como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en
algodón. Yo trataba de recobrar el aliento... pero los oficiales no oían nada.
Hablé más rápido, con vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de
pie y empecé a discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con
violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente.
¿Por qué no
se iban? Caminé de un lado a otro con pasos fuertes, como furioso por las
observaciones de aquellos hombres; pero el sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios!
¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije...
juré. Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las
tablas del suelo, pero el ruido aumentaba cada vez más. Crecía y crecía y era
cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían conversando
tranquilamente y sonreían.
¿Era posible que no oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No,
no! ¡Claro que oían! ¡Y que sospechaban! ¡Sabían! ¡Y se estaban burlando
de mi horror! Así lo pensé entonces y así lo pienso ahora. Pero cualquier cosa
era preferible a esta agonía. Cualquier cosa era más soportable que este
espanto. ¡Ya no aguantaba más sus hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar
o morir. Y entonces, otra vez, escuchen... ¡más fuerte..., mas fuerte..., más
fuerte!
-¡No finjan más, malvados! -grité- . ¡Confieso que lo maté!
¡Levanten esas tablas!... ¡Aquí..., aquí! ¡Donde está latiendo su horrible
corazón!
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