Guy de Maupassant - La cabellera (1884)
La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una
ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera
alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una
silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy
delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había
encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros
enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco.
Uno sentía que este hombre estaba
destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una
fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada,
hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la
Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la
sangre, apagaba la vida.
¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un
sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y
mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas,
siempre en movimiento?
El médico me dijo:
-Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los
dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una
especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma
más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura
se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.
Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de
aquel desgraciado.
-Léalo -dijo-, y deme su opinión.
He aquí lo que contenía el cuaderno:
«Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La
vida me parecía sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas
cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo vivir!
Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las cosas que me gustaban, y me
acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un mañana y un futuro sin
preocupaciones.
«Había tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi
corazón enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la
posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible. Los que aman
como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada, aunque quizás
menor que la mía, porque el amor vino a mí de una manera increíble.
«Como era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y
a menudo pensaba en las manos desconocidas que habían palpado esas cosas, en
los ojos que las habían admirado, en los corazones que las habían querido,
¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecía durante horas y horas mirando
un pequeño reloj del siglo pasado. Era una preciosidad, con su esmalte y su oro
cincelado. Y seguía funcionando como el día en que lo compró una mujer,
encantada de poseer esa fina joya.
No había dejado de latir, de vivir su vida
mecánica, y seguía siempre con su tictac regular, desde una época pasada.
«¿Quién sería la primera en llevarlo sobre su pecho, entre
los tejidos tibios, mientras el corazón del reloj latía junto a su corazón de
mujer? ¿Qué mano lo habría tenido entre la punta de los dedos cálidos,
mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando luego los pastores de
porcelana empañados un segundo por el trasudor de la piel? ¿Qué ojos habrían
acechado en la esfera florida la hora esperada, la hora querida, la hora
divina?
«¡Cómo me habría gustado ver, conocer a aquella mujer que
había elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseído
por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas aquellas que
han amado! La historia de los cariños pasados me llena el corazón de pesar.
¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes caricias, las esperanzas! ¿No
debería ser eterno todo esto?
«¡Cuánto he llorado, durante noches enteras, pensando en las
pobres mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos
brazos se abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va de
boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo recogen, lo
dan y mueren!
«El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro
es muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido;
quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y me quita
segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana. Y no volveré a vivir
nunca más.
«Adiós, mujeres de ayer. Las amo.
«Pero no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que
yo esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increíbles.
«Una mañana soleada iba vagabundeando por París, con el alma
alegre y el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante
ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble italiano del
siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuí a un artista veneciano
llamado Vitelli, muy famoso en su época.
«Y seguí mi camino.
«¿Por qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta
fuerza, haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de nuevo y
sentí que me tentaba.
«La tentación es algo tan singular… Miramos un objeto y
éste, poco a poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo haría un rostro de
mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de su forma, de
su color, de su fisonomía de cosa; y ya lo amamos, lo deseamos, lo queremos.
Una necesidad de posesión nos invade, una necesidad débil al principio, como
tímida, pero que crece, se hace violenta, irresistible.
«Y los comerciantes parecen adivinar en la llama de la
mirada ese deseo secreto y creciente.
«Compré el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a
casa, poniéndolo en mi habitación.
«¡Oh, cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel
entre el coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la
mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en cualquier momento,
piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo que haga. Su recuerdo vivo lo
sigue en la calle, por el mundo, en todos los lados; y cuando vuelve a casa,
antes incluso de quitarse los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con
una ternura de amante.
«Realmente, durante ocho días adoré ese mueble. Abría en
todo momento sus puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de
todos los placeres íntimos de la posesión.
«Pero una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me
di cuenta de que debía de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón se
aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a descubrirlo.
«Lo conseguí al día siguiente, al introducir la hoja de una
navaja en una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibí,
extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera de
mujer.
«Sí, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios,
casi pelirrojos, que debían de haber sido cortados junto a la piel y estaban
atados por una cuerda de oro.
«¡Me quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi
insensible, tan antiguo que parecía ser el alma de un olor, se escapaba del
misterioso cajón y de la sorprendente reliquia.
«La cogí, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su
escondite. Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó
hasta el suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de fuego de un
cometa.
«Una extraña emoción se apoderó de mí. ¿Qué era aquello?
¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué habían ocultado esos cabellos en el mueble? ¿Qué
aventura, qué drama escondía ese recuerdo?
«¿Quién los había cortado? ¿Un amante en un día de
despedida? ¿Un marido en un día de venganza? ¿O la que los había llevado en su
frente en un día de desesperación?
«¿Fue antes de entrar en un convento cuando se arrojó ahí
esa fortuna de amor, como una prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue en el
momento de cerrar la tumba de la joven y hermosa muerta cuando quien la adoraba
se había quedado el cabello que embellecía su cabeza, lo único que podía
conservar de ella, la única parte viva de su carne que no podía pudrirse, la
única que podía amar todavía y acariciar y besar en sus momentos de rabia y de
dolor?
«¿No resultaba extraño que esa cabellera hubiera permanecido
incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del cuerpo del que había nacido?
«Fluía entre mis dedos, me hacía cosquillas en la piel con
una caricia singular, una caricia de muerta. Me sentía conmovido, como si fuera
a llorar.
«La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que
se movía como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella.
Entonces la volví a poner sobre el terciopelo deslustrado por el tiempo, cerré
el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles para soñar.
«Caminaba siempre de frente, preso de tristeza, y también de
desconcierto, de ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un beso
de amor. Me parecía que ya había vivido antaño, que debía de haber conocido a
aquella mujer
«Y los versos de Villon subieron a mis labios como lo haría
un sollozo
Díganme dónde, en qué país
está Flora, la bella romana
Archipiade y Taís
que fue su prima hermana.
Eco, voz que lleva la fama
bajo río o bajo estanque;
cuya belleza fue más que humana.
Mas, ¿dónde están las nieves de antaño?
Archipiade y Taís
que fue su prima hermana.
Eco, voz que lleva la fama
bajo río o bajo estanque;
cuya belleza fue más que humana.
Mas, ¿dónde están las nieves de antaño?
La reina Blanca como un lis
que cantaba con voz de sirena,
Berta la del gran pie, Beatriz, Alix
y Haremburgis, que obtuvo el Maine,
y Juana, la buena lorena
que los ingleses quemaran en Ruán…
¿Dónde están, Virgen soberana?
que cantaba con voz de sirena,
Berta la del gran pie, Beatriz, Alix
y Haremburgis, que obtuvo el Maine,
y Juana, la buena lorena
que los ingleses quemaran en Ruán…
¿Dónde están, Virgen soberana?
Mas ¿dónde están las nieves de antaño!
«Durante unos días, sin embargo, permanecí en mi estado
habitual, aunque ya no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera.
«En cuanto volvía a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba
la vuelta a la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir
la puerta de nuestra amada, ya que sentía en las manos y en el corazón una
necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis dedos en aquel
arroyo encantador de cabellos muertos.
«Luego, cuando había acabado de acariciarla, cuando había
cerrado de nuevo el mueble, seguía sintiéndola allí como si fuera un ser
viviente, escondido, prisionero; y la sentía y la deseaba otra vez; tenía de
nuevo la necesidad imperiosa de volver a cogerla, de palparla, de excitarme
hasta el malestar con aquel contacto frío, escurridizo, irritante,
enloquecedor, delicioso.
«Viví así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me
atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor, como después
de las confesiones que preceden al abrazo.
«Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel,
para hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor
de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el fin de ver
el día rubio a través de ella.
«¡La amaba! Sí, la amaba. Ya no podía pasar sin ella, ni
estar una hora sin volver a verla.
«Y esperaba… esperaba… ¿qué? No lo sabía. La esperaba a
ella.
«Una noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que
no me encontraba solo en mi habitación.
«Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y
como me agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la
cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada. ¿Regresan los
muertos? Los besos con los que la excitaba me hacían desfallecer de felicidad;
y me la llevé a mi cama, y me acosté, oprimiéndola contra mis labios, como una
amante a la que se va a poseer.
«¡Los muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he
tenido entre mis brazos, la he poseído, tal como era cuando estaba viva antaño,
alta, rubia, exuberante, los senos fríos, la cadera en forma de lira; y he
recorrido con mis caricias esa línea ondeante y divina que va desde la garganta
hasta los pies siguiendo todas las curvas de la carne.
«Sí, la he tenido, todos los días y todas las noches. Ha
vuelto, la Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida,
todas las noches.
«Mi felicidad fue tan grande que no pude esconderla. Junto a
ella experimentaba un arrobamiento sobrehumano, ¡la alegría profunda, inexplicable
de poseer lo Inasequible, lo Invisible, la Muerta! ¡Ningún amante ha disfrutado
nunca de gozos más ardientes, más terribles!
«No supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no
quería estar sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba
por la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en palcos con
rejas, como si fuera mi amante… Pero la vieron… adivinaron… me la quitaron… Y
me han metido en la cárcel, como un malhechor. Me la quitaron… ¡Oh! ¡Miseria!…«
El manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras dirigía
una mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido de furor
impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio.
-Escúchelo -dijo el doctor-. Hay que duchar cinco veces al
día a ese loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las
muertas.
Balbuceé, emocionado de asombro, horror y piedad:
-Pero… esa cabellera… ¿existe realmente?
El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de
instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una larga centella
de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro de oro.
Me estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador
y ligero. Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de
repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes, de deseo
como ante la tentación de algo infame y misterioso.
El médico prosiguió encogiéndose de hombros:
-La mente del hombre es capaz de cualquier cosa.
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