Edgar Allan Poe - El Retrato Oval (1841)
El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por
la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la
noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la
lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en
los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs.
Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado,
aunque temporariamente.
Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y
menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones
eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que
engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número
insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de
oro.
Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino
en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron
profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por
tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de
noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera
de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro
que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por
lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño
volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción
y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron
las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me
molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con
dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre
el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos.
Al principio no alcancé a comprender por qué lo
había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi
mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar
tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para
calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más
segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully.
Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban
imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del
retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco.
Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo
que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de
la obra, ni la inmortal belleza del retrato.
Menos aún cabía pensar que mi
fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la
de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño,
de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo
incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso,
quédeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos
fijos en el retrato.
Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me
dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro
residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que,
sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme.
Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición
anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué
vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo
en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas
palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante.
Así, para la dama, cosa
terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y
obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado
aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida
tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y
día a día.
Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en
sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba lívida, en la
torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se
consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo, sin
exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta,
trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar
a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada
y débil.
Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja
de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la
excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien
representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el
trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el
pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos
de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa.
Y no quería ver que los
tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer
sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer,
salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama
osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la
pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó
en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose
pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y
volvióse de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!
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