Howard Phillips Lovecraft & Hazel Heald
(Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido Richard
H. Johnson,
doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de Arqueología de Boston, Mass.)
I
No es probable que nadie de Boston -ni los lectores asiduos de cualquier otro
lugar- olvide el extraño caso del Cabot Museum. La publicidad que dieron los
periódicos a esa momia infernal, las antiguas y terribles leyendas vagamente
relacionadas con ella, la morbosa oleada de interés, y los cultos que nacieron
en torno suyo durante el año 1932, junto con el espantoso final de los dos
intrusos, ocurrido el día primero de diciembre de aquel año, fueron
circunstancias que dieron lugar a uno de esos misterios clásicos que se
perpetúan a través de las generaciones como tema de tradición popular, y llegan
a convertirse en el núcleo de auténticos ciclos mitológicos de terror.
Todo el mundo parece darse cuenta, además, de que se ha suprimido algo muy
vital, algo espantoso, de las informaciones ofrecidas al público sobre su
horrible desenlace. Las alusiones que se hicieron en un principio acerca del
estado de uno de los dos cuerpos, fueron soslayadas y pasadas por alto con
demasiada precipitación; tampoco se dio publicidad a las extraordinarias
modificaciones experimentadas por la momia. Y otra cosa que sorprendió al
público fue el hecho singular de que nunca más se restituyera la momia a la
vitrina donde estuvo expuesta. En estos tiempos en que la taxidermia ha
progresado tanto, el pretexto de que su estado de desintegración hacía
imposible exhibirla, parece particularmente endeble.
Como miembro del gabinete de conservación del Museo estoy en condiciones de
revelar todos los hechos omitidos, aunque no lo haré en tanto me encuentre con
vida. Hay cosas en el mundo y en el universo que deben permanecer ignoradas de
la mayoría, y mantengo la idea de que todos nosotros -el personal del Museo,
los periodistas y la policía- hemos contribuido a crear este clima de horror.
Con todo, no me parece correcto que un asunto de importancia científica e
histórica tan abrumadora permanezca enteramente en silencio: de ahí la relación
que he redactado para beneficio de los investigadores serios. La colocaré entre
los diversos documentos que se deberán examinar después de mi muerte, dejando
se le dé el destino que mis albaceas consideren conveniente.
Ciertas amenazas y
hechos extraordinarios, acontecidos durante las pasadas semanas, me han llevado
a pensar que mi vida -así como la de otros miembros del Museo- está en peligro
por insidias de ciertas sociedades secretas de orden místico, de procedencia
asiática y polinesia en particular. De ahí la posibilidad de que mis albaceas
tengan que intervenir pronto. (Nota de los albaceas: El Doctor Johnson murió de
modo repentino en una crisis cardíaca, pero bajo circunstancias un tanto
misteriosas, el 22 de abril de 1933. Wentworth Moore, taxidermista del museo,
desapareció a mediados del mes anterior. El 18 de febrero del mismo año, el
Doctor William Minot, que dirigió la autopsia relacionada con el caso, fue
apuñalado por la espalda, falleciendo al día siguiente.)
Creo que los hechos debieron comenzar allá por el año 1879, mucho antes de
dimitir yo de mi cargo, a raíz del momento en que el museo adquirió aquella
misteriosa momia a la Orient Shipping Company. Su descubrimiento constituyó, en
sí, un suceso ominoso, ya que provenía de una cripta de origen desconocido y de
fabulosa antigüedad, hallada en un islote que emergió repentinamente del fondo
del Pacífico.
El 11 de mayo de 1878, el capitán Charles Weatherbee del carguero Eridanus, que
había Zarpado de Wellington, Nueva Zelanda, con rumbo a Valparaíso, Chile,
avistó una isla de evidente origen volcánico, no consignada en las cartas de
navegación. Emergía de la mar en forma de cono truncado. El capitán Weatherbee
bajó a tierra al mando de una expedición. Las abruptas laderas por las que
ascendieron mostraban claras huellas de una prolongada inmersión, en tanto que
en la cima descubrieron señales recientes de destrucción, tal vez producidas
por un temblor de tierra.
Entre las rocas dispersas había sólidas piedras de
forma manifiestamente artificial. Tras una breve inspección se dieron cuenta de
que se hallaban ante una de esas obras de sillería que se encuentran en ciertas
islas del Pacífico y que constituyen un perpetuo enigma arqueológico. Finalmente,
los marineros entraron en una sólida cripta de piedra -que al parecer había
formado parte de un edificio mucho más grande, construido originalmente bajo
tierra-, y allí, acurrucada en un rincón, hallaron la momia espantosa.
Después
de unos instantes de perplejidad, ante la visión de los relieves que adornaban
los muros, los hombres se decidieron a llevarse la momia al barco, no sin gran
repugnancia y miedo de tocarla. Junto al cuerpo, como si hubiera estado una vez
entre sus ropajes, había un cilindro de metal desconocido que contenía un rollo
de membrana blanquiazul, de naturaleza igualmente desconocida, escrita con
raros caracteres de color grisáceo. En el centro del gran piso de piedra había
algo así como una losa movible, pero la expedición carecía de los medios
adecuados para abrirla.
El Cabot Museum, recientemente establecido en aquel entonces, tuvo noticia del
descubrimiento e inmediatamente hizo las gestiones para adquirir la momia y el
cilindro. Pickman, miembro también del museo, realizó un viaje a Valparaíso y
equipó una goleta para hacer un reconocimiento de la cripta donde habían
descubierto el ejemplar. Pero se llevó un chasco. En la marcación registrada de
la isla no se veía más que la ininterrumpida superficie de la mar. Los
exploradores dedujeron que las mismas fuerzas sísmicas que la habían hecho
aparecer repentinamente, la sumergieron de nuevo en las profundidades del agua,
donde ya había permanecido cobijada durante incontables miles de años. El
secreto de aquella trampa inamovible no se resolvería jamás. No obstante,
quedaban la momia y el cilindro.
Y a primeros de noviembre de 1879 colocamos
aquélla en la sala de las momias para su exhibición. El Cabot Museum de
Arqueología, especializado en restos de civilizaciones antiguas y desconocidas
que no caen dentro del dominio del arte, es una institución pequeña y de escaso
renombre, aunque muy bien considerada en los círculos científicos. Se encuentra
en el distrito de Beacon Hill, verdadero corazón de Boston -en Mt. Vernon
Street, cerca de Joy-, alojado en una antigua mansión particular, a la que se
había agregado un ala en la parte trasera, y que constituía el orgullo de su
austero vecindario, hasta que los terribles acontecimientos le acarrearon
recientemente una popularidad nada deseable.
La sala de las momias, que ocupa
el lado oeste de la segunda planta del edificio primitivo (proyectado por
Bullfinch y erigido en 1819), está considerada por historiadores y antrop6logos
como la mejor de América en su género. En ella pueden encontrarse muestras
características de las técnicas egipcias de momificación, desde los primitivos
ejemplares de Sakkarah hasta los últimos intentos coptos de la decimoctava
dinastía; también hay momias de otras culturas, incluso ejemplares hallados
recientemente en las islas Aleutinas, figuras agonizantes pompeyanas, sacadas
en escayola de los trágicos vaciados que se encontraron entre las cenizas que
inundaron la ciudad, cuerpos momificados por causas naturales, hallados en
minas y otras excavaciones, procedentes de todas partes, algunos sorprendidos
en posturas grotescas, ocasionadas por la angustia de la muerte... En una
palabra, hay de todo lo que cabe esperar de una colección de este género. En
1879, naturalmente, la colección era mucho más amplia que hoy. No obstante, aun
entonces era ya considerable. Pero aquel cuerpo horrible hallado en la cripta
ciclópea de una isla efímera fue siempre la principal atracción y estuvo
rodeado del misterio más impenetrable.
La momia correspondía a un hombre de estatura mediana, de raza desconocida,
colocado en cuclillas, aunque de una forma bastante extraña. El rostro,
protegido a medias por unas manos casi en forma de garras, tenía la mandíbula
inferior extraordinariamente pronunciada, en tanto que las arrugadas facciones
mostraban una expresión de pavor tan espantosa, que pocos espectadores podían
contemplarla con indiferencia. Sus ojos estaban cerrados, con los párpados
apretados fuertemente sobre unos ojos abultados y saltones. Conservaba algunos
mechones de cabello y de barba, del mismo color ceniciento que el resto. La
contextura del cuerpo aquel era mitad piel y mitad piedra, lo que planteaba un
problema insoluble a los expertos que trataban de averiguar cómo había sido
embalsamado.
En ciertos sitios se veían pequeñas roturas, agujeros producidos
por el tiempo y el deterioro. Aún conservaba pegados a la piel algunos jirones
de un tejido peculiar, con rastros de dibujos desconocidos. Sería muy difícil
decir por que exactamente resultaba tan horrible. En primer lugar, se sentía ante
ella una impresión vaga e indefinible de ilimitada antigüedad, de algo
absolutamente ajeno a nosotros, como si se asomara uno al borde de un abismo de
insondable tiniebla... Pero, fundamentalmente, era la expresión de pánico
cerval que se leía en aquel rostro arrugado, prognático, medio escudado por las
manos. Semejante símbolo de terror infinito, cósmico diría yo, no podía menos
de comunicar ese sentimiento al espectador, entre brumas de misterio y vana
conjetura.
Algunos de los que solían frecuentar el Cabot Museum para visitar esta reliquia
de un mundo anterior y olvidado, no tardaron en adquirir fama de impíos. Pero
la institución en sí, gracias a su reserva y discreción, no se vio envuelta en
el sensacionalismo popular. En el pasado siglo esta clase de prensa no había
invadido el campo del saber hasta el extremo que ha llegado hoy. Como es
natural los sabios procuraron hacer todo lo posible por clasificar aquel objeto
espantoso, aunque sin éxito alguno. Las teorías de una civilización desaparecida
en el Pacífico, de la que quizá fuesen vestigios probables las esculturas de la
isla de Pascua y las construcciones megalíticas de Ponapé y Nan-Matal, era
bastante común entre los eruditos. Las revistas especializadas suscitaban
variadas y frecuentes polémicas en torno a un posible continente primordial
cuyas cimas más elevadas sobrevivían en las miríadas de islas de Melanesia y
Polinesia.
La diversidad de fechas que se asignaron a la hipotética y
desaparecida cultura -o continente- era a la vez sobrecogedora y divertida. No
obstante, se hallaron alusiones tan sorprendentes como importantes en
determinados mitos de Tahití y otras islas vecinas. Entretanto, el extraño
cilindro y el indescifrable rollo de desconocidos jeroglíficos, cuidadosamente
guardados en la biblioteca del museo, recibía también su parte de atención
pública. Nadie ponía en duda su relación con la momia; todo el mundo estaba
convencido de que, al desentrañar el misterio de los jeroglíficos, el enigma de
aquel horror arrugado y encogido se resolvería también. El cilindro, de unos
diez centímetros de diámetro, era de un metal iridiscente que desafiaba
cualquier análisis químico, ya que por lo visto era resistente a todo reactivo.
Tenía una tapa del mismo metal que encajaba muy ajustadamente, e iba adornado
con figuras de indudable valor decorativo y de naturaleza posiblemente
simbólica. Se trataba de unos dibujos convencionales que parecían obedecer a un
sistema de geometría singularmente extraño, paradójico y de difícil
descripción.
No menos misterioso era el rollo que contenía. Se trataba de un pergamino
delgado, blancoazulado, imposible de analizar, enrollado alrededor de una fina
varilla del mismo metal que el cilindro. Desenrollado dicho pergamino tendría
una longitud de algo más de medio metro, y estaba cubierto de grandes y firmes
jeroglíficos que se extendían en estrecha columna por el centro del rollo.
Estaban dibujados o pintados con una sustancia gris desconocida para los
paleógrafos, y no pudieron ser descifrados pese a haber sido enviadas
fotocopias a todos los expertos en esta materia.
Es cierto que unos cuantos
eruditos, sorprendentemente versados en literatura
ocultista y mágica, encontraron vagas semejanzas entre algunos de los
jeroglíficos y ciertos símbolos primarios descritos o citados en dos o
tres textos
esotéricos muy antiguos, como el Libro
de Eibon, procedente según se cree de la olvidada Hyperborea, los Fragmentos
Pnakóticos, conceptuados como prehumanos y el monstruoso y
prohibido Necronomicon,
obra del loco Abdul
Alhazred. Sin embargo, ninguna de estas semejanzas estaba totalmente clara,
y a causa de la mala reputación que gozan las ciencias ocultas, no se hizo
ningún esfuerzo por facilitar copias de los jeroglíficos a los iniciados en
tales literaturas místicas. De habérseles proporcionado estas copias al
principio, tal vez hubiera sido muy diferente el desarrollo posterior de los
acontecimientos.
La verdad es que habría bastado con que un lector
familiarizado con los Cultos
sin Nombre de von Junzt hubiera echado una mirada a los
jeroglíficos para advertir una relación de significado inequívoco. En este
periodo, empero, los lectores de este texto blasfemo eran muy escasos, toda vez
que los ejemplares de la obra habían desaparecido casi por completo durante el
periodo comprendido entre la prohibición de su edición original (Dusseldorf,
1839) y de la traducción de Bridewell (1845), y la nueva impresión censurada
que llevó a cabo la Golden Goblin Press en 1909. Prácticamente ningún
ocultista, ningún estudioso de las ciencias esotéricas del pasado primordial,
había orientado su atención hacia el extraño rollo, hasta el estallido de
sensacionalismo periodístico que precipitó el horrible desenlace.
II
Así, pues, el tiempo transcurrió en forma relativamente apacible durante los
cincuenta años siguientes a la instalación de la espantosa momia en el museo.
Aquella criatura horrible adquirió cierta celebridad local entre la gente
cultivada de Boston, pero nada más. Por lo que se refiere al cilindro y al
rollo, después de infructuosos estudios, el asunto cayó materialmente en el olvido.
Tan sosegado y conservador era el Cabot Museum que a ningún periodista ni
escritor se le ocurrió nunca invadir sus pacíficos recintos en busca de asuntos
que asombrasen al público.
La invasión periodística comenzó en la primavera de
1931, cuando una compra de naturaleza un tanto espectacular -la de ciertos
objetos extraños y unos cuerpos inexplicablemente bien conservados, que fueron
descubiertos en unas criptas bajo las ruinas infames del Château de
Faussesflammes, en Averoigne, Francia- puso al museo en las primeras columnas
de la prensa. Fiel a su norma de «embarullar» las cosas, el Boston Pillar envió
a un articulista de la edición dominical con la misión de ocuparse del
acontecimiento y de hinchar la información que proporcionase el propio museo.
Y
este joven, llamado Stuart Reynolds, encontró en la momia innominada un
poderoso aliciente, que sobrepasaba con mucho a las recientes adquisiciones que
eran el principal motivo de su visita. Reynolds poseía un conocimiento
superficial de la teosofía y era aficionado a especulaciones del tipo de las
del coronel Churchward y Lewis Spence sobre continentes perdidos y
civilizaciones olvidadas, lo que le hacía particularmente sensible a cualquier
reliquia remotísima, como la susodicha momia de desconocido origen.
En el museo, el periodista se hizo insoportable con sus constantes y no siempre
inteligentes preguntas, y con sus interminables ruegos para que se corriesen
los objetos expuestos con el fin de permitir a los fotógrafos que trabajasen
desde ángulos poco corrientes. En la sala de la biblioteca escudriñó
incansablemente el extraño cilindro de metal y el rollo de pergamino; los
fotografió de todas las maneras y tomó las placas de cada fragmento de aquel
texto fantástico.
Asimismo, solicitó consultar todos los libros que hiciesen
cualquier referencia a culturas primitivas y continentes sumergidos... Se
estuvo más de tres horas tomando notas hasta que, por último, cerró su cuaderno
y salió directamente para Cambridge con el fin de echar una mirada (caso de conseguir
el permiso correspondiente) al prohibido Necronomicon, de la Biblioteca
Widener. El cinco de abril apareció su artículo en la edición dominical del
Pillar, literalmente ahogado entre fotografías de la momia, del cilindro y de
los jeroglíficos del rollo; el texto estaba redactado en ese estilo
característico, simple y pueril, que adopta el Pillar para beneficio de su
enorme y mentalmente inmadura clientela.
Plagado de inexactitudes, de
exageraciones y de sensacionalismo, resultó ser exactamente la clase de noticia
que excita a los insensatos y atrae la atención de las multitudes. La
consecuencia fue que el museo, de sosegada vida hasta entonces, comenzó a
llenarse de una muchedumbre parlanchina y fisgona que nunca habían conocido sus
majestuosos corredores. A pesar de la puerilidad del artículo, tuvimos también
visitantes de alto nivel intelectual, ya que las fotos hablaban por sí mismas,
y vinieron personas de vasta cultura que sin duda habían leído la noticia por
pura casualidad. Recuerdo a este propósito que, en el mes de noviembre, se
presentó por allí un personaje extrañísimo.
Era un hombre moreno y con
turbante, de rostro inexpresivo, barba poblada y manos toscas enfundadas en
unos absurdos mitones blancos. Su voz sonaba hueca y artificial. Dio su
lacónica dirección en West End y dijo llamarse Swami Chandraputra. Este
individuo estaba asombrosamente versado en ciencias ocultas y parecía
hondamente impresionado por las semejanzas que aseguraba haber descubierto
entre los jeroglíficos del rollo y ciertos signos y símbolos de un mundo
anterior, acerca del cual poseía él un extenso conocimiento.
Por el mes de junio, la fama de la momia y del rollo se extendió mucho más allá
de Boston, y el personal del museo tuvo que soportar interrogatorios y solicitudes
de permiso para tomar fotografías, por parte de un enjambre de ocultistas y
amantes del misterio venidos del mundo entero. Todo esto no resultaba
precisamente agradable a nuestro personal, ya que nos teníamos por una
institución científica, sin simpatía alguna por soñadores ni fantasiosos.
No
obstante, contestábamos a todas las preguntas con la mayor cortesía. Una
consecuencia de estas entrevistas fue otro artículo que apareció en The Occult
Review, esta vez firmado por el famoso místico de Nueva Orleans,
Etienne-Laurent de Marigny, en el cual afirmaba la completa identidad existente
entre algunos de los jeroglíficos del rollo y ciertos ideogramas de horrible
significado (copiados de monolitos primordiales o de rituales secretos de
sociedades de fanáticos e iniciados esotéricos), que figuraban en el
infernal Libro
Negro o Cultos sin Nombre de von Junzt.
De Marigny recordaba la muerte espantosa de von Junzt, ocurrida en 1840, un año
después de la publicación de su terrible libro en Dusseldorf, y comentaba las
terroríficas y en cierto modo sospechosas fuentes de su saber. Sobre todo
subrayaba el enorme interés que tenían, para el caso, ciertos relatos de von
Junzt relativos a los tremendos ideogramas que él reproducía en su libro. No
podía negarse que estos relatos, en los que se citaban expresamente un cilindro
y un rollo, sugerían cuando menos cierta afinidad con los objetos del museo.
Aun así, eran de una extravagancia tal -puesto que suponían periodos enormes de
tiempo y fantásticas anomalías de un mundo anterior-, que se sentía uno mucho
más inclinado a admirarlos que a creerlos. Admirarlos, ciertamente, el público
los admiraba, puesto que el espíritu de imitación, en la prensa, es universal.
En todas partes surgieron artículos ilustrados en los que se hablaba de los
relatos del Libro Negro, se los relacionaba con el horror de la momia, se
comparaban los dibujos del cilindro y los jeroglíficos del rollo con las figuras
reproducidas por von Junzt, y en todos ellos se aventuraban las teorías más
disparatadas y chocantes.
La concurrencia del museo se triplicó, y este
creciente interés lo veíamos confirmado a diario por la abundante
correspondencia -superflua, insustancial en la mayoría de los casos- que sobre
este tema se recibía en el museo. Evidentemente la momia y su origen -para el
público imaginativo- constituyeron el tema más apasionante de los años 1931 y
1932. Por lo que respecta a mí mismo el efecto principal de este furor fue el
de hacerme leer el monstruoso libro de von Junzt en la edición de Golden
Goblin... Su lectura atenta me dejó confuso y asqueado, y aun me sentí dichoso
de no haber manejado el texto íntegro, en su edición original.
III
Las antiquísimas historias que se relataban en el Libro Negro sobre los dibujos
y símbolos, que tan íntimamente parecían relacionarse con los del cilindro y el
rollo, eran de tal naturaleza que le mantenían a uno subyugado y sobrecogido.
Salvando un abismo incalculable de tiempo -muchísimo antes de la aparición de
todas las civilizaciones, razas y continentes conocidos por nosotros-, aquellas
historias giraban en torno a una nación y un continente perdidos en la nebulosa
Era primordial. Aquel país era conocido legendariamente con el nombre de Mu, y
según ciertas tablillas escritas en la primigenia lengua naacal, floreció hacia
200.000 años, cuando la desaparecida Hyperborea rendía un culto sin nombre al
dios amorfo Tsathoggua.
Se hacía referencia a un reino o provincia, llamado
K'naa, situado en una tierra muy antigua, cuyos primeros pobladores humanos
hallaron ruinas monstruosas, abandonadas por sus remotos moradores: seres
extraños venidos de las estrellas en oscuras oleadas, que vivieron durante
miles y miles de siglos en un mundo ignorado y naciente. K'naa era un lugar
sagrado, puesto que en su centro de frío basalto se elevaba orgulloso el Monte
de Yaddith-Gho coronado por una fortaleza gigantesca de piedras enormes,
infinitamente más vieja que el género humano, y edificada por razas de Yuggoth
que habían venido a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida
terrestre.
La raza de Yuggoth se había extinguido varias evos antes, pero había
dejado tras ella algo monstruoso y terrible que no desaparecería jamás: su dios
infernal o demonio protector, Ghatanothoa, que había descendido a las criptas
subterráneas del Yaddith-Gho para iniciar allí una vida latente y eterna.
Ningún ser humano había subido jamás por las laderas del Yaddith-Gho, ni había
visto aquella fortaleza infame sino como una silueta lejana y exótica que se
recortaba contra el cielo. Sin embargo, muchos autores estaban de acuerdo en
afirmar que Ghatanothoa estaba allí todavía, oculto, enclaustrado en los
insospechados abismos que se hundían bajo los muros megalíticos. En todo
tiempo, hubo siempre partidarios de hacer sacrificios a Ghatanothoa, a fin de
que no abandonase sus tenebrosas moradas y emergiera en el mundo de los
hombres, como había sucedido en los remotísimos tiempos de la raza Yuggoth.
Se decía que si no se le ofrecía ninguna víctima, Ghatanothoa se arrastraría
hacia la luz como una exudación de las tinieblas, y se derramaría por las
laderas de basalto del Yaddith-Gho, arrasando y destruyendo todo aquello que
encontrara a su paso. Ningún ser vivo podía contemplar a Ghatanothoa, ni
siquiera una imagen suya por pequeña que fuese, sin sufrir algo peor que la
muerte. La visión del dios o de su imagen, como aseguraban las leyendas de
Yuggoth, significaba una parálisis y petrificación de lo más sorprendente y
extraño: la víctima se convertía en piedra y cuero por fuera, en tanto que, en
su interior, el cerebro permanecía perpetuamente vivo... fijo y preso a través
de los siglos, enloquecedoramente consciente del paso interminable de los años,
en una irremediable pasividad, hasta que el azar o el tiempo consumasen la
destrucción de la corteza pétrea que lo aprisionaba, exponiéndose a la muerte.
La mayoría de esos cerebros, naturalmente, enloquecían muchísimo antes de que
les llegara su último descanso, diferido a tantos evos después. Ningún ojo
humano, se decía, había visto jamás a Ghatanothoa, aunque el peligro, en la
actualidad, era tan grande como lo había sido en tiempos de la raza de Yuggoth.
Y así, había un culto en K'naa en el que se adoraba a Ghatanothoa, y cada año
se sacrificaban doce guerreros y doce doncellas. Estas víctimas eran ofrecidas
en los altares del templo de mármol, al pie de la montaña, ya que nadie se
atrevía a subir la ladera de basalto del Yaddith-Gho y acercarse a la fortaleza
ciclópea de su cresta. Inmenso era el poder de los sacerdotes de Ghatanothoa,
porque de ellos dependía la protección de K'naa y de toda la tierra de Mu,
contra la aparición petrificadora de la terrible divinidad.
Había en el territorio un centenar de sacerdotes del Dios Oscuro, que se
hallaban bajo las órdenes de Imash-Mo, el Sumo Sacerdote, que incluso caminaba
delante del Rey Thabou en las fiestas de Nath, y permanecía orgullosamente de
pie, mientras el rey se arrodillaba ante el santuario. Cada sacerdote poseía
una casa de mármol, un cofre de oro, doscientos esclavos y cien concubinas, a
lo que se sumaba una completa inmunidad respecto a la ley civil y un poder
absoluto sobre la vida y la muerte de todos los habitantes de K'naa, excepto
los sacerdotes del rey.
No obstante, a pesar de tales protectores, existía en
esta tierra el temor de que Ghatanothoa surgiera de las profundidades y
descendiese de la montaña para traer el horror y la petrificación del género
humano. En los últimos años, los sacerdotes prohibieron a los hombres aun
pensar o imaginar el espantoso aspecto que el dios pudiera tener. Fue el Año de
la Luna Roja (von Junzt lo estima entre el siglo 173 y 148 a. de J), cuando un
ser humano se atrevió por vez primera a desafiar a Ghatanothoa y la tremenda
amenaza que representaba. Este hereje temerario fue T'yog, Sumo Sacerdote de
Shub-Niggurath y guardián del templo de cobre de la Cabra de los Mil Hijos.
T'yog había meditado mucho sobre los poderes de los diferentes dioses, y había
tenido extraños sueños y revelaciones sobre la vida de este mundo y de los
mundos anteriores. Al final, convencido de que los dioses favorables al hombre
podrían ser llamados a aliarse contra los dioses hostiles, creyó que
Shub-Niggurath, Nug y Yeb, así como Yig, el Dios-Serpiente, estarían dispuestos
a formar una coalición con el hombre y luchar contra la tiranía de Ghatanothoa.
Inspirado por la Diosa Madre, T'yog escribió una fórmula extraña en los
caracteres hieráticos de la lengua naacal, con la que creía inmunizar al que la
poseyera contra el poder petrificador del Dios Oscuro.
Con esta protección
-pensó- le sería posible a un hombre intrépido emprender la ascensión de la
temible pendiente de basalto y penetrar, por primera vez en los anales de la
historia, en la ciclópea fortaleza bajo la cual Ghatanothoa vivía en la muerte.
Enfrentándose con el dios, y bajo la protección de Shub-Niggurath y de sus
hijos, T'yog creía que podría vencerlo, salvando así al género humano de su
latente amenaza. Una vez liberada la humanidad gracias a él, podría exigir
honores sin límite. Todos los privilegios de los sacerdotes de Ghatanothoa le
serían transferidos forzosamente a él, y aun la dignidad de rey o la del dios
estarían al alcance de su mano.
T'yog escribió su fórmula protectora sobre una tira de membrana de pthagon
(según von Junzt, epitelio interno del extinguido saurio Yakith), y la guardó
en un cilindro hueco de metal lagh, desconocido hoy en toda la tierra, que
habían traído los Dioses Arquetípicos desde Yuggoth. Este talismán, oculto
entre sus vestiduras, sería una garantía contra Ghatanothoa. Pero, además,
tendría la virtud de devolverles la vida a las víctimas petrificadas del Dios
Oscuro, caso de que ese ser monstruoso surgiese y comenzase su obra
devastadora.
De este modo, se propuso subir a la montaña, irrumpir en la
ciudadela y desafiarle en su propia madriguera. Era imposible saber lo que
pasaría después, pero la esperanza de ser el salvador de la humanidad daba una
fuerza irrefrenable a su voluntad. Pero T'yog no había contado con la envidia y
el interés de los sacerdotes de Ghatanothoa. No bien acabaron de oír el plan
que se proponía, y viendo amenazados el prestigio y los privilegios de que
gozaban si era destronado el Dios-Demonio, elevaron clamorosas protestas contra
lo que calificaron de sacrilegio, y gritaron que ningún hombre podía vencer a
Ghatanothoa, y que cualquier intento de ir en busca suya serviría únicamente
para despertar su ira contra toda la humanidad, cosa que ninguna fórmula ni
rito podría impedir.
Con aquellas voces esperaban predisponer a las turbas
contra T'yog. Sin embargo, era tal el anhelo del pueblo por liberarse de
Ghatanothoa, y tal su confianza en la habilidad y celo de T'yog, que todas las
protestas fueron inútiles. Incluso el rey, que generalmente era un títere de
los sacerdotes, se negó a prohibir la atrevida aventura. Fue entonces cuando
los sacerdotes de Ghatanothoa hicieron en secreto lo que no habrían podido
hacer abiertamente. Una noche, Imash-Mo, el sumo sacerdote, se introdujo clandestinamente
en la cámara de T'yog y le sustrajo el cilindro de metal mientras dormía. Sacó
en silencio el texto poderoso y colocó en su lugar otro muy parecido, pero
totalmente ineficaz contra dioses ni demonios. Una vez restituido el cilindro,
Imash-Mo se sintió satisfecho. No era probable que T'yog revisara el
manuscrito. Al creerse protegido por el verdadero rollo, el hereje marcharía
hacia la montaña prohibida, hasta la Presencia Maligna... Y Ghatanothoa, sin
freno de magia alguna, haría lo demás.
Ya no era necesario predicar contra esa aventura. Que siguiese T'yog su camino,
que él encontraría su perdición. En secreto, los sacerdotes guardarían siempre
el rollo robado -el auténtico, el verdadero talismán- el cual pasaría de un
sumo sacerdote a otro, pero si en el futuro se hiciera necesario alguna vez
contravenir la voluntad del Dios-Demonio. Y así, Imash-Mo durmió el resto de la
noche en una gran paz, con la fórmula auténtica bajo su poder.
Al amanecer del
Día de las Llamas-Celestes (denominación convencional de von Junzt), T'yog,
entre oraciones y cánticos del pueblo, y con la bendición del rey Thabou sobre
su frente, comenzó la ascensión de la terrible montaña. Llevaba un bastón de
vara de tlath en la mano derecha, y el estuche sepultado entre sus ropajes...
No había descubierto la impostura. Ni tampoco descubrió la ironía que ocultaban
las oraciones de Imash-Mo y los demás sacerdotes de Ghatanothoa, salmodiadas en
pro de su protección y éxito. Aquella mañana el pueblo contempló la diminuta
silueta de T'yog, que se esforzaba en ascender por la lejana ladera de basalto.
Y aún siguieron mirando después de haberle visto desaparecer tras un reborde
peligroso de las rocas.
Por la noche, los más imaginativos creyeron percibir un
débil temblor convulsivo en la cumbre, aunque nadie quiso tomar en serio esta
afirmación. Al día siguiente las muchedumbres no hicieron sino rezar y vigilar
la montaña, preguntándose cuánto tardaría T'yog en regresar. Y lo mismo
hicieron al otro día, y al otro. Durante varias semanas mantuvieron la
esperanza y aguardaron. Después comenzaron a llorarle. Nadie volvió a ver a
T'yog, el único que pudo haber salvado a la humanidad de sus terrores. Después
de eso, los hombres se estremecían al recordar la presunción de T'yog, y
procuraban no pensar en el castigo que había encontrado su impiedad.
Y los
sacerdotes de Ghatanothoa sonreían ante los que se sentían contrariados por la
voluntad del dios o discutían su derecho a los sacrificios. Años más tarde, la
astuta jugada de Imash-Mo llegó a conocimiento del pueblo, pero la noticia no
hizo cambiar la general convicción de que a Ghatanothoa era mejor dejarle en
paz. Nunca más se atrevieron a desafiarle. Y así transcurrieron los siglos: un
rey sucedió a otro rey, y un sumo sacerdote sucedió a otro; y surgieron
naciones poderosas que se desmoronaron después, y emergieron de las aguas
continentes que luego volvieron a sumergirse. Y con el transcurso de milenios
sobrevino la decadencia de K'naa. Hasta que un día se desencadenó una tormenta
terrible, los cielos se rasgaron, crecieron las olas, montañosas y enormes, y
toda la tierra de Mu se sumergió para siempre.
No obstante, miles de años después, comenzaron a surgir algunos focos de
secretas creencias inmemoriales. En lejanas tierras se reunieron los supervivientes
de rostro gris que habían logrado escapar a la ira de los espíritus acuáticos,
y extraños cielos acogieron el humo de los altares levantados en honor de
dioses y demonios desaparecidos. Aunque nadie sabía en qué abismo se sumergiera
la fortaleza sagrada, aún había quienes ofrecían abominables sacrificios para
evitar que el dios emergiera del océano, entre burbujas, y derramara su ser en
la tierra, propagando el horror y la petrificación.
Alrededor de los dispersos
sacerdotes, fue desarrollándose el germen de un culto oscuro y secreto -secreto
porque las gentes de las nuevas tierras tenían otros dioses y demonios, y sólo
veían perversidad en los anteriores-, y dentro de ese culto se ejecutaban
acciones espantosas, y se guardaban objetos extraños. Se decía que determinada
línea secreta de sacerdotes conservaba aún el verdadero talismán contra
Ghatanothoa, el que Imash-Mo había robado a T'yog mientras dormía, aunque no
quedaba nadie que pudiera leer o entender las palabras secretas. Asimismo nadie
sabía en qué parte del mundo estuvo situada la perdida tierra de K'naa, cuyo
centro fue el terrible pico de Yaddith-Gho, coronado por la fortaleza titánica
del Dios-Demonio.
Aunque había florecido principalmente en el Pacífico, en
alguna región de la tierra de Mu, se decía que ese culto secreto y horrendo de
Ghatanothoa había existido igualmente en la Atlántida y en la detestable meseta
de Leng. Von Junzt afirmaba que se había practicado, además, en el fabuloso
reino subterráneo de K'nyan, y que había penetrado en Egipto, Caldea, Persia,
China, en los olvidados imperios semitas de Africa, y en Méjico y Perú, en el
Nuevo Mundo. Aportaba una serie de pruebas sobre la íntima relación existente
entre dicho culto y el movimiento de brujería que se dio en Europa, contra el
cual los papas habían lanzado inútilmente sus anatemas.
Con todo, el Occidente
nunca fue propicio para su desarrollo. La indignación pública -que se
encrespaba ante sus ritos espantosos y sus incalificables sacrificios- había
ido podando muchas de sus ramificaciones. Finalmente. se convirtió en un culto
clandestino, y nunca pudieron extirparlo por completo. Sobrevivió siempre de
una manera o de otra. principalmente en el Lejano Oriente y en las islas del
Pacífico, donde sus principios se fundían con la ciencia oculta de los Areoi
polinesios.
Von Junzt daba a entender de manera inquietante que había mantenido contacto
real con ese culto, de suerte que, al leerlo, me estremecí pensando en lo que
se decía de su muerte. Hablaba de la propagación de ciertas ideas relacionadas
con la aparición del Dios-Demonio -al que ningún hombre (excepto el malogrado
T'yog, que no volvió jamás de su aventura) ha visto-. y ponía de relieve la
diferencia entre esa afición a especular y el tabú que vedaba en el antiguo Mu
todo intento de imaginar siquiera aquel horror.
Aquellos relatos de fascinación
y pavor estaban preñados de una curiosidad morbosa por conocer la índole del
ser con que T'yog fue a enfrentarse en el edificio prehumano que coronaba la
temida montaña, ahora sumergida bajo las aguas. Después, todo había. terminado
(¿realmente?). Las insidiosas alusiones del erudito alemán me llenaban de un
extraño desasosiego. Las hipótesis que el mismo von Junzt formulaba sobre el
paradero del rollo robado, del auténtico, y sobre el empleo que finalmente le
habían dado, me producían casi la misma ansiedad. Pese a mi convicción de que
todo aquel asunto era puramente imaginario, no podía evitar un estremecimiento
al pensar si un día llegara a aparecer el dios monstruoso, y al imaginar el
cuadro de una humanidad transformada repentinamente en una raza de estatuas
deformes, cada una con su cerebro vivo, condenada a la conciencia inerte e
irremediable por un número incalculable de milenios.
El viejo sabio de
Dusseldorf tenía una ponzoñosa manera de sugerir más de lo que afirmaba
expresamente, cosa que me hizo comprender por qué habían perseguido su libro en
tantos países, tachándolo de blasfemo, peligroso e impuro. Ciertamente el texto
aquel me producía malestar, aunque al mismo tiempo ejercía sobre mí una
diabólica fascinación, de suerte que no pude dejarlo hasta haberlo terminado.
Las reproducciones de dibujos y de ideogramas de Mu eran maravillosamente
parecidas a los trazos del extraño cilindro y a los caracteres del rollo, y todo
el libro estaba lleno de detalles que sugerían vagas, alarmantes sospechas de
afinidad con muchas cuestiones relativas a la momia: el cilindro y el rollo...
su hallazgo en el Pacífico... el testimonio insoslayable del viejo capitán
Weatherbee, según el cual, la cripta ciclópea donde fue descubierta la momia
había estado enclavada en los cimientos de un inmenso edificio... En cierto
modo, me alegraba de que hubiera desaparecido aquella isla volcánica antes de
que alguien consiguiera abrir la enorme trampa de su cripta.
IV
La lectura del Libro Negro vino a ser una preparación fatalmente idónea para lo
que comenzó a sucederme después, en la primavera de 1932. No recuerdo cuándo
empezaron a llamarme la atención las noticias cada vez más frecuentes sobre la intervención
de la policía en la represión de ciertos cultos orientales. Lo cierto es que,
por mayo o junio, me di cuenta de que en todo el mundo se registraba un
desusado recrudecimiento de las actividades de determinadas asociaciones
místicas de carácter clandestino y hermético, que habitualmente llevaban un
vida tranquila.
Probablemente jamás habría llegado yo a relacionar esas
noticias con el texto de von Junzt, o con el frenético entusiasmo del público
por la momia y el cilindro del museo, de no ser por ciertas expresiones y
analogías -la prensa se encargaba de subrayarlas continuamente- con los ritos y
las declaraciones de sus dirigentes. Por decirlo así, no pude menos de advertir
con inquietud la frecuencia con. que se repetía un nombre -en distintas formas
de corrupción- que parecía constituir el núcleo central del mito y que era
invariablemente pronunciado con una mezcla de respeto y terror. Algunas
fórmulas textuales lo citaban como G'tanta, Tanotah, Than-Tha, Gatan y
Ktan-Tan...
Las sugerencias de los numerosos aficionados al ocultismo que me
escribían eran innecesarias para hacerme ver en estas variantes un tremendo
parentesco con el monstruoso nombre consignado por von Junzt: Ghatanothoa.
Había otros aspectos inquietantes, además. Una y otra vez los diarios hacían
vagas alusiones a un «rollo auténtico», en torno al cual parecían girar
tremendas consecuencias. Se decía que estaba custodiado por un tal «Nagob».
Asimismo había una insistente repetición de un nombre que sonaba algo así como
Tog, Tiok, Yog, Zob o Yob, que yo, cada vez más excitado, relacionaba
involuntariamente con el nombre del desdichado hereje T'yog, como se le llamaba
en el Libro Negro. Este nombre solía asociarse a frases enigmáticas tales como
«No puede ser más que él», «Contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver
ni tocar». «Ha prolongado la memoria a través de los evos», «El verdadero
pergamino lo liberará», «El puede decir dónde se encuentra».
Algo muy raro había, indudablemente, en el ambiente, y no me extrañó que los ocultistas
que me escribían y los periódicos sensacionalistas de los domingos comenzaran a
relacionar las nuevas y sorprendentes revueltas religiosas con las leyendas de
Mu, por una parte, y con la reciente explotación periodística de la momia, por
otra. Los extensos artículos de los primeros momentos, sus insistentes
comentarios sobre la momia, el cilindro y el rollo, su relación con el Libro
Negro y sus fantásticas especulaciones sobre el asunto entero, muy bien podían
haber despertado el fanatismo latente de aquellos centenares de grupos
clandestinos, que tanto abundan en nuestro complejo mundo.
La prensa, por su
parte, no cesaba de echar leña al fuego.. Los relatos sobre las revueltas eran
aún más atroces que las historias que yo había leído sobre el asunto. Al
acercarse el verano los vigilantes del museo observaron un curioso cambio en el
público que -después de la calma que sucedió al primer impacto publicitario-
comenzaba de nuevo a frecuentar el museo, en una segunda oleada de entusiasmo.
Cada vez había más personas de aspecto exótico -asiáticos de piel morena, tipos
indescriptibles de pelo largo, individuos de barba negra que parecían no estar
acostumbrados a vestir a la europea- que preguntaban invariablemente por la
sala de las momias y que, a continuación, eran vistos contemplando el ejemplar
del Pacífico con verdadero arrobamiento. Había algo siniestro y latente en esa
riada de estrafalarios extranjeros, que tenía a los guardianes impresionados.
Yo mismo estaba muy lejos de sentirme tranquilo.
No paraba de pensar que las
revueltas religiosas se debían precisamente a tipos como aquellos... y que
quizá había una relación entre dichas agitaciones y aquellas historias
referentes a la momia y el manuscrito. A veces casi me sentía tentado a retirar
la momia de la sala, sobre todo cuando me dijo un vigilante que, a una hora en
que los grupos de visitantes eran menos numerosos, había visto a varios
extranjeros haciendo extrañas reverencias ante ella y susurrando una salmodia
que parecía algo así como un canto ritual. Uno de los guardianes empezó a
imaginar cosas raras sobre aquel horror petrificado y solitario en su vitrina.
Afirmaba que venía observando, de día en día, ciertos cambios sutiles, casi
imperceptibles, en la frenética flexión de las manos agarrotadas y en la
expresión aterrada del rostro correoso. No podía apartar de sí la idea
espeluznante de que aquellos ojos abultados se iban a abrir de repente.
A primeros de septiembre disminuyó la masa de gentes extrañas, y la sala de
momias se llegó a encontrar vacía algunas veces. Hubo entonces un intento de
apoderarse de la momia cortando el cristal de su vitrina. El delincuente, un
atezado polinesio, fue sorprendido a tiempo por un guardián, y detenido antes
de que pudiera causar ningún desperfecto. Realizadas las investigaciones
pertinentes, el individuo resultó ser un hawaiano, conocido por su
participación en determinados cultos secretos, y del cual poseía la policía
abundantes antecedentes relacionados con ritos y sacrificios inhumanos.
Algunos
de los papeles encontrados en su habitación eran de lo más desconcertante, en
particular un montón de cuartillas con jeroglíficos asombrosamente parecidos a
los del rollo del museo y a las reproducciones del Libro Negro de von Junzt.
Pero no se le pudo hacer hablar sobre este asunto. Escasamente una semana
después del incidente hubo otro intento de llegar hasta la momia, seguido de un
segundo arresto. Esta vez el transgresor había intentado forzar la cerradura de
la vitrina. Se trataba de un cingalés que tenía un historial tan largo como el
del hawaiano y que, como él, se negó a hacer declaraciones a la policía. Lo
curioso de este caso era que poco antes un guardián había sorprendido a nuestro
hombre dirigiendo a la momia un canto muy singular, en el que repetía claramente
la palabra «T'yog».
En vista de todos estos desagradables incidentes redoblé la
vigilancia en la sala de las momias, y ordené que, en adelante, no perdieran de
vista el famoso ejemplar ni un solo momento. Como es de comprender la prensa
sacó partido del asunto. Volvió a repetir sus anteriores comentarios sobre la
fabulosa tierra de Mu, y proclamó con osadía que la momia no era sino el
temerario hereje T'yog, petrificado por la visión que había sufrido en la
antiquísima ciudadela, conservándose en este estado durante 175.000 años de la
turbulenta historia de nuestro planeta. Y puso de relieve y repitió hasta la
saciedad que los extraños visitantes practicaban los ritos de Mu, y que acudían
a venerar la momia... o quizá a intentar devolverla a la vida mediante hechizos
y encantamientos.
Los periodistas referían continuamente la vieja leyenda según la cual el
cerebro de las víctimas de Ghatanothoa permanecía consciente e intacto. Este
tema servía de base para una serie de especulaciones inverosímiles y disparatadas.
El asunto del «rollo auténtico» recibió también la debida atención. Según la
opinión más generalizada, la fórmula que le fue robada a T'yog se hallaba en
alguna parte, y los miembros de la secta que la conservaba estaban tratando de
ponerse en contacto con el mismo T'yog, aunque no se sabía con qué fin.
Consecuencia de este planteamiento del problema fue la tercera oleada de
visitantes que nuevamente empezó a invadir el museo para admirar la momia
infernal que servía de eje a todo este extraño e inquietante asunto.
Entre las
personas que venían al museo -muchas de ellas hacían repetidas visitas- se
comentaba cada vez más el cambio levísimo que había experimentado la momia. Me
figuro -pese a la poco tranquilizadora observación que nuestro nervioso
vigilante había hecho unos meses antes- que el personal del museo estaba
excesivamente acostumbrado a ver formas extrañas, para prestar una estrecha
atención a los detalles. En cualquier caso, los excitados comentarios de los
visitantes hicieron que los vigilantes acabaran por advertir el cambio que, por
lo visto, se iba produciendo.
Casi al mismo tiempo la prensa volvió a coger el
tema... con los escandalosos resultados que eran de esperar. Naturalmente
presté al caso una mayor atención, y, a mediados de octubre, me di cuenta de
que se había iniciado en la momia un proceso de desintegración. Debido a algún
factor químico o físico del ambiente, las fibras, mitad piedra y mitad cuero,
parecían relajarse gradualmente, originando una modificación en la postura de
los miembros y la expresión facial de terror. Después de cincuenta años de
perfecta conservación este proceso resultaba extraordinariamente
desconcertante, y varias veces le pedí al doctor Moore, taxidermista del museo,
que pasase a ver el ejemplar aquel. Moore comprobó que sufría una relajación y
un reblandecimiento generales, y le administró un baño astringente por medio de
pulverizaciones, sin atreverse a intentar nada más por miedo a que sobreviniese
una precipitada descomposición.
El efecto que produjo todo esto en las multitudes fue asombroso. Hasta entonces
cada noticia publicada por prensa había atraído una marca de visitantes que
venían a mirar y a murmurar en voz baja. Ahora, en cambio, aunque los
periódicos hablaban sin cesar de los cambios sufridos por la momia, el público
acusaba una sensación de temor que refrenaba su morbosa curiosidad. La gente
parecía notar el aura que se cernía sobre el museo. En una palabra, el número
de visitantes decreció notablemente, lo que puso de manifiesto que la afluencia
de estrafalarios extranjeros seguía siendo la misma.
El dieciocho de noviembre,
un peruano de sangre india sufrió un extraño ataque de histerismo delante de la
momia. Más tarde, gritaba en el hospital: «¡Ha intentado abrir los ojos! ...
¡T'yog ha tratado de abrir los ojos para mirarme!» Por ese tiempo estaba yo
decidido a ordenar que retirasen de la sala el siniestro ejemplar, pero quería
esperar hasta la próxima reunión de nuestros directores. Me daba cuenta de que
el museo comenzaba a gozar de una lamentable reputación en el tranquilo
vecindario. Después de este último incidente di instrucciones para que no se le
permitiera a nadie detenerse más de unos pocos minutos ante la monstruosa
reliquia del Pacífico.
El veinticuatro de noviembre, después de cerrarse el
museo, uno de los vigilantes observó una pequeñísima ranura abierta en los ojos
de la momia. El fenómeno era muy ligero. Tan sólo se había hecho visible una
finísima línea de córnea en cada ojo. Con todo, el fenómeno era de suma importancia.
El doctor Moore, mandado llamar inmediatamente, estaba a punto de examinar la
parte visible del globo del ojo con una lente de aumento, cuando al tocar los
párpados de la momia se cerraron fuertemente otra vez. Todos los intentos de
abrirlos -sin forzarlos demasiado- fueron en vano. El taxidermista no se
atrevió a aplicar otros procedimientos. Me llamó por teléfono inmediatamente
después. Cuando me lo contó sentí que me invadía un terror difícil de definir.
Por un momento pude compartir la impresión popular de que algo perverso, sin
forma, brotaba de insondables profundidades de tiempo y espacio y se cernía
sobre el museo como una amenaza. Dos noches más tarde un filipino mal encarado
intentó esconderse en el museo a la hora de cerrar. Detenido y llevado a la
comisaría, se negó a dar su nombre, quedando arrestado como persona sospechosa.
Entretanto la estrecha vigilancia a la que era sometida la momia pareció
disuadir a estos singulares extranjeros de proseguir su continuo acecho. Al
menos disminuyó sensiblemente el número de aquellas gentes, cuando pusimos en
vigor la orden de no detenerse ante ella.
Durante las primeras horas de la madrugada del jueves, 1 de diciembre,
sobrevino el desenlace. A eso de la una se oyeron unos espantosos alaridos de
terror y de agonía que salían del museo. Las frenéticas llamadas telefónicas de
los vecinos hicieron que se presentara rápidamente una patrulla de policía en
el lugar, al mismo tiempo que varios funcionarios del museo, incluido yo mismo.
Algunos agentes rodearon el edificio, en tanto que los demás, junto con el
personal del museo, entramos cautelosamente.
En el corredor principal
encontramos al vigilante nocturno estrangulado -tenía aún la cuerda de cáñamo
anudada en la garganta- y comprobamos que, a pesar de todas las precauciones,
alguno de aquellos criminales había logrado entrar en el edificio. Un silencio
sepulcral lo envolvía todo. Casi teníamos miedo de subir a la sala fatal, donde
sabíamos que íbamos a descubrir la explicación de aquella tragedia. Encendimos
las luces del edificio desde las llaves centrales del corredor y nos sentimos
algo más tranquilos. Finalmente subimos con cautela por la escalera circular y
cruzamos el suntuoso umbral de la sala de las momias.
V
A partir de ese momento, las noticias que se publicaron sobre este caso han
sido sometidas a censura. Todos coincidimos en que no era aconsejable dar a
conocer al público la amenaza que implican para la Tierra estos hechos. He
dicho ya que encendimos las luces de todo el edificio antes de subir. Bajo los
focos que iluminaban las vitrinas con sus tremendos contenidos presenciamos un
horror cuyos pormenores sugerían acontecimientos absolutamente ajenos a nuestra
capacidad de comprensión. Había dos intrusos -después habíamos de comprobar que
se ocultaron en el edificio antes de la hora de cerrar-, dos intrusos que no
serían castigados jamás por el asesinato del vigilante, porque habían pagado ya
su crimen.
Uno era birmano, y el otro, un nativo de las islas Fidji. Ambos eran
conocidos de la policía por sus repugnantes actividades en relación con
determinado culto. Estaban muertos los dos, y cuanto más los examinábamos, más
horrible nos parecía aquella forma de morir. En los dos rostros se veía pintada
la más frenética e inhumana expresión de horror. Con todo, entre el estado de
ambos cuerpos había dIferencias significativas. El birmano se había desplomado
muy cerca de la vitrina de la momia, en cuyo cristal había cortado limpiamente
un rectángulo.
En su mano derecha sostenía un rollo de pergamino azulado, lleno
de jeroglíficos grisáceos: era casi un duplicado del rollo que se guardaba
abajo en la biblioteca. Más tarde, después de un examen detenido, llegué a
descubrir ligeras diferencias entre los dos textos. No había señales de
violencia en el cuerpo, de modo que, a juzgar por la expresión agónica,
desesperada, de su rostro contraído, sacamos en conclusión que aquel hombre
había muerto a consecuencia de una impresión irresistible de terror.
Pero fue el cuerpo del nativo de Fidji, que estaba allí cerca, lo que más nos
impresionó. Uno de los policías fue el primero en verlo, y profirió un grito
que debió de alarmar a la vecindad una vez más en aquella noche de espanto. Al
ver las facciones contraídas y grisáceas de la víctima -cuyo rostro había sido
negro- y la mano que apretaba todavía la linterna, podíamos habernos figurado
que había sucedido algo horrible. Pero lo que descubrió el oficial nos cogió
desprevenidos. Incluso ahora lo recuerdo con una repugnancia sin límites. En
suma, el desdichado, que poco antes habría podido considerarse como un fornido
tipo melanesio, era ahora una figura rígida, de color gris ceniza,
petrificada... una mezcla de roca y tejido fibroso, idéntica en todos los
aspectos a aquella cosa abominable, acurrucada, antiquísima, que se guardaba en
la vitrina que acababan de violar.
Y no era eso lo peor. Superando los demás horrores, y acaparando nuestra
atención antes de volvernos hacia los cuerpos tendidos en el suelo, vimos el
estado de la espantosa momia. Ya no podía decirse que sus cambios fueran
imperceptibles. De manera clara y evidente había variado de postura. Se había
doblado y hundido a consecuencia de una extraña pérdida de rigidez. Sus manos
agarrotadas habían descendido de suerte que ni siquiera tapaban parcialmente el
contraído rostro, y - ¡que Dios nos asista! - sus infernales ojos abultados se
habían abierto por completo y parecían mirar directamente a los dos intrusos
que habían muerto de espanto tal vez.
Aquella mirada lívida, de pez muerto, era terriblemente fascinadora. Me pareció
como si nos vigilara durante todo el tiempo que estuvimos examinando los
cuerpos de los intrusos. El efecto que producía en nuestros nervios era
verdaderamente asombroso porque, en cierto modo, nos hacía experimentar la
curiosa sensación de que nos invadía una rigidez interior que hacía más penosa
la ejecución del más simple movimiento, rigidez que más tarde desapareció
sorprendentemente al pasarnos de uno a otro el rollo de los jeroglíficos para
inspeccionarlo.
A cada momento me sentía irresistiblemente inclinado a mirar
aquellos ojos saltones. Cuando volví a examinarlos, después de haber reconocido
los cuerpos, me pareció percibir algo muy singular sobre la superficie vidriosa
de aquellas negras pupilas, maravillosamente conservadas. Cuanto más las
miraba, más fascinado me sentía. Por último, bajé a la oficina -pese al extraño
acartonamiento de mis miembros-, subí un amplificador muy potente y me puse a
examinar con detenimiento aquellas pupilas de pez, mientras los demás se
agrupaban a mi alrededor, esperando el resultado.
Yo siempre he sido escéptico respecto a la teoría de que pueden quedar grabados
en la retina escenas y objetos, en caso de muerte o de coma. Sin embargo, tan
pronto como me asomé al aparato, percibí como la imagen de una habitación,
distinta por completo a aquella en que estábamos, reflejada en esos ojos
vidriosos y remotos. En efecto, en el fondo de la retina había una escena
oscuramente perfilada, que indudablemente era reflejo de lo último que aquellos
ojos habían visto en vida... hacía millones de años quizá.
Los contornos de la
imagen parecían haberse desdibujado, de modo que empecé a manipular el
amplificador con el fin de añadirle otra lente. El caso es que dicha imagen
tenía que haber sido muy clara, aun en su infinita pequeñez, cuando -por efecto
de algún diabólico sortilegio o manipulación ejecutada por los visitantes-
éstos la contemplaron antes de morir. Con la lente adicional conseguí descubrir
muchos detalles invisibles al principio. El atemorizado grupo que me rodeaba
estaba pendiente del aluvión de palabras con que intentaba yo referir lo que
veía.
Porque lo cierto es que, en este año de 1932, yo, un ciudadano de Boston,
estaba contemplando una escena perteneciente a un mundo desconocido y
absolutamente extraño, a un mundo desaparecido de la vida y de la memoria de
los tiempos. Vi un enorme recinto -una cámara de ciclópea sillería- como si se
hallase en una de sus esquinas. En los muros había unos relieves tan horribles
que, aun en esta imagen imperfecta, me produjeron náuseas por su bestialidad y
perversión. Era imposible que fuesen seres humanos los que habían esculpido
aquello: imposible, también, que conocieran las formas humanas cuando labraron
aquellos motivos espantosos que subyugaban al que los contemplaba.
En el centro
de la cámara había una descomunal trampa de piedra, levantada para dejar paso a
algo que surgía de las profundidades. Aquel ser que brotaba del mundo inferior
debió de haber sido claramente visible antes. En realidad, tuvo que serlo
cuando los ojos de la momia se abrieron por vez primera ante los intrusos
sorprendidos por el terror. Pero bajo mis lentes sólo se distinguía una mancha
monstruosa.
Así, pues, estaba examinando el ojo derecho, cuando introduje en el aparato una
lente de mayor aumento. Después habría preferido que mi exploración hubiera
terminado allí. Pero a la sazón me dominaba el ardor del descubrimiento, de
modo que trasladé las lentes al ojo izquierdo de la momia con la esperanza de
hallar menos borrosa la imagen de esa retina.
Mis manos, temblando de
excitación, acartonadas por algún influjo misterioso, manejaban con lentitud el
amplificador. Un momento después pude comprobar que, efectivamente, la imagen
era menos borrosa que en el otro ojo. Y entonces vi con relativa claridad la
insoportable pesadilla que brotaba por la trampa de la cripta ciclópea, en
aquel mundo primordial y olvidado... y caí al suelo profiriendo alaridos
inarticulados. Cuando me recobré no se veía ya ninguna imagen clara en ninguno
de los dos ojos de la momia. Fue el sargento Keefe, el que miró con mis
cristales; yo no me sentía con ánimo para acercarme otra vez al rostro de
aquella cosa abominable. Daba gracias a todos los poderes del cosmos por no
haber mirado antes.
Me hizo falta todo el valor -y que me lo pidieran con
insistencia- para decidirme a contar lo que había visto en aquellos momentos de
espantosa revelación. En verdad, no pude hablar hasta que nos trasladamos al
despacho, lejos de aquella monstruosidad que no debía existir. Por entonces ya
había empezado yo a concebir los más terribles presentimientos sobre la momia y
sus ojos abultados: me daba la impresión de que la momia tenía una especie de
conciencia infernal, mediante la que percibía todo lo que ocurría ante ella, y
que trataba en vano de comunicar algún espantoso mensaje desde los abismos del
tiempo. Aquello era la locura... Consideré que, al menos, sería mejor estar
lejos, si tenía que contar lo que había vislumbrado.
Después de todo, no era mucho lo que tenía que decir. Emergiendo, manando
viscosamente de la trampa abierta de aquella cripta gigantesca, había visto una
masa monstruosa, increíble, elefantina, del poder fulminador de cuya mirada no
se me ocurría dudar. No me siento capaz de describirlo con palabras. Podría
decir que era gigantesco, que estaba provisto de tentáculos, de probóscide, que
se asemejaba a un pulpo, que era casi amorfo, y deforme, mitad cubierto de
escamas y mitad rugoso... Ni de manera aproximada podría reflejar el nauseabundo,
el abominable horror extragaláctico y la odiosa e indecible perversidad de
aquel ser híbrido de caos y tiniebla. Mientras escribo estas palabras la
asociación de ideas me hace volver a sentir debilidad y náuseas.
Mientras les
contaba en el despacho lo que había visto tuve que esforzarme por no volver a
desmayarme. No estaban menos impresionados los que me escuchaban. Cuando
terminé, nadie se atrevió a decir una palabra durante más de un cuarto de
hora... Luego hubo comentarios de voz baja, alusiones furtivas a la ciencia
espantosa del Libro Negro, a las recientes agitaciones de orden religioso y a
los siniestros acontecimientos del museo.
Se habló de Ghatanothoa, cuya imagen,
por pequeña que fuese, podía petrificar ; de T'yog, del falso pergamino, del héroe
que nunca había regresado, del verdadero rollo que podía anular total o
parcialmente la petrificación... ¿Había sobrevivido hasta nuestros días?.. Se
recordaron los cultos horribles y las frases captadas al azar: «No puede ser
nadie más que él», «contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni
tocar», «ha prolongado la memoria a través de los evos», «el verdadero
pergamino lo liberará», «él puede decir dónde se encuentra».
Solamente cuando apuntaba la primera luz del alba recobramos nuestro sentido
común. Un sentido común que dio por asunto concluido lo que yo había
vislumbrado... No había que volver más sobre esta cuestión. Dimos a la prensa
algunos datos parciales, y más adelante cooperamos con ella para censurar aun
estos relatos incompletos. Por ejemplo, cuando la autopsia descubrió que tanto
el cerebro como los demás órganos internos del individuo de las islas Fidji,
petrificado, se conservaban en todo su frescor orgánico, aunque herméticamente
cerrados por la petrificación de los tejidos exteriores -anomalía en torno a la
cual los médicos siguen discutiendo aún-, lo mantuvimos en secreto por temor a
provocar una nueva oleada pública de terror. Sabíamos demasiado bien -porque de
las víctimas de Ghatanothoa se decía que conservaban intacto el cerebro y la
conciencia- el partido que los periódicos sensacionalistas sabrían sacar de
este incidente.
Tan sólo se dijo al público que el hombre que había llevado el rollo de los
jeroglíficos -el que lo había intentado depositar sobre la momia por la abertura
practicada en la vitrina- no estaba petrificado, en tanto que el que no lo
había llevado, sí. Se nos pidió que realizásemos determinados experimentos
-aplicar los dos pergaminos al cuerpo petrificado del de Fidji y a la misma
momia-, pero nosotros nos negamos rotundamente a apoyar semejantes teorías
supersticiosas. Como es natural, la momia fue retirada de la sala y trasladada
al laboratorio del museo, en espera de un examen realmente científico, en
presencia de alguna autoridad médica competente. Recordando los acontecimientos
anteriores, mantuvimos una estrecha vigilancia. A pesar de eso hubo otro
intento de entrar en el museo: el cinco de diciembre, a las dos veinticinco de
la madrugada. El aparato de alarma funcionó inmediatamente, y el intento quedó
frustrado, aunque por desgracia, el criminal (o los criminales) logró escapar.
Me siento profundamente agradecido de que no haya llegado hasta el público
ninguna otra alusión al caso. También desearía fervientemente que no hubiese
nada más que decir. Algo trascenderá, sin embargo. Es natural. Y si me
ocurriese algo, no sé que es lo que mis albaceas harán con este manuscrito. En
todo caso, si llegara a publicarse, el asunto ya no estará dolorosamente
reciente en la memoria de todos. Me cabe la esperanza, además, de que nadie
crea en los hechos si son finalmente revelados. Eso es lo curioso del público.
Cuando la prensa sensacionalista lanza algún infundio, está dispuesto a
tragarse lo que sea, pero cuando se lleva a cabo una revelación sorprendente y
fuera de lo común, la apartan con una sonrisa, como si fuese pura invención.
Para bien de la salud mental de las personas, tal vez sea mejor así.
He dicho que habíamos proyectado un examen científico de la momia. Esto sucedió
el ocho de diciembre, exactamente una semana después de la horrible culminación
de los acontecimientos, y fue dirigida por el eminente doctor William Minot, en
colaboración con Wentworth Moore, doctor en Ciencias Naturales y taxidermista
del museo. El doctor Minot había presenciado la autopsia del petrificado nativo
de Fidji, la semana antes. También estuvieron presentes los señores Lawrence
Cabot y Dudley Saltonstall, administradores del museo, los doctores Mason,
Wells y Carver, del servicio técnico del museo, dos representantes de la prensa
y yo.
Durante el transcurso de la semana, el estado del horrible ejemplar no
había cambiado visiblemente, aparte cierta relajación de las fibras que daban a
la posición de los ojos abiertos una ligera variación de cuando en cuando. A
todos nos causaba temor mirarla de frente, pues la impresión de que vigilaba
consciente y en silencio se había hecho intolerable. Por mi parte, tuve que
hacer un gran esfuerzo para asistir a la autopsia.
El doctor Minot llegó poco después de la una de la tarde, y a los pocos minutos
comenzó su reconocimiento de la momia. Al manipular en ella comenzó a
desintegrarse rápidamente, en vista de lo cual -y teniendo en cuenta lo que se
le había dicho sobre el gradual reblandecimiento de los tejidos a partir del
primero de octubre-, decidió que debía hacerse una disección completa antes de
que fuera tarde. Preparado, pues, el instrumental necesario que teníamos en el
equipo de laboratorio, se empezó inmediatamente la autopsia. La singularidad de
aquel tejido grisáceo y momificado le dejó perplejo.
Pero su sorpresa fue mucho
mayor cuando hizo la primera incisión profunda. Del corte aquel comenzó a
gotear lentamente un líquido espeso y rojo, cuya naturaleza -pese al
incalculable número de siglos que separaban a aquella momia de nuestro
presente- era absolutamente inequívoca. Unos pocos cortes más, ejecutados con
habilidad, dejaron al descubierto diversos órganos en un grado asombroso de
conservación... En efecto, todo estaba intacto, excepto en algunos puntos donde
la petrificación había penetrado, originando daños o deformaciones. El estado
de la momia era tan semejante al del cuerpo del isleño de Fidji, que el
eminente médico se quedó estupefacto. La perfección de aquellos ojos terribles
y saltones era pavorosa, y su grado de petrificación, muy difícil de
determinar.
A las tres y treinta de la tarde abrieron el cráneo... y diez minutos más
tarde, nuestro grupo, horrorizado, juraba mantener en secreto el resultado de
la autopsia, que sólo documentos custodiados, como este manuscrito, pueden
llegar a revelar un día. Incluso los dos periodistas prometieron guardar
idéntico silencio. Porque la trepanación acababa de dejar al descubierto un
cerebro vivo y palpitante.